Clarín

Alfredo Serra, periodista y testigo de nuestro tiempo

Con su profunda cultura y capacidad narrativa, sobresalió en los medios gráficos, especialme­nte en “Gente”.

- alberamato@gmail.com Alberto Amato

Le decíamos “Pingüino” porque era igualito al de Batman. Con su humor a prueba de balas, adoptó el apodo como un estandarte al que hacía honor: sus hombros de haber hecho nunca deporte (“¡Pingüino, tenés los hombros de una Coca Cola!”), inclinado hacia adelante, su nariz en proa, todo su cuerpo inclinado sobre un teclado de máquina de escribir primero, de computador­a después, todo él metido en el texto que desgranaba con una habilidad, y una fecundidad, asombrosa. Periodismo en estado de gracia. La muerte de Alfredo Serra, a sus 81 años y por un cáncer de hígado al que le presentó dura batalla, nos deja sin un maestro de este oficio, sin un profesiona­l capaz de retratarlo todo en una frase, nos deja sin un testigo de nuestro tiempo y, en algunos casos y con perdón, sin un hermano del alma en esta profesión en la que escasean.

Había nacido en Núñez, barrio por el que guardaba cariño y hasta una esperanza de cobijo y del que hablaba siempre con una cálida nostalgia irrevocabl­e. Fue desde chico un lector voraz y, como a Mozart con la música, las letras le forjaron gran parte del espíritu, lo impregnaro­n de un estilo en barbecho, le regalaron el poder intangible de la imaginació­n y lo pusieron de patitas en este mundo al que adhirió, desde muy joven, con una militancia temprana en el comunismo, del que salió más rápido que volando espantado por la oquedad del pensamient­o único.

Durante un tiempo que prefería olvidar, trabajó en un banco: como cadete, o algo así: unos años que por momentos tenía borrados de verdad de su memoria siempre implacable, reemplazad­os por los felices días de su estreno en periodismo, en el diario Crítica que ya casi agonizaba. Allí se metió en el rico mundo de las crónicas policiales, aprendió el lenguaje secreto de hampones y policías, descifró sus códigos, muchos de los que incorporó luego al hermético laberinto de las redaccione­s.

Siempre recordaba al poeta Joaquín Gianuzzi que le había dicho: “¿Leyó a los rusos? Si no, vaya, lea a los rusos y vuelva a hacer periodismo”. Y el Pingüino fue, leyó a los rusos y regresó. Cuentan que Fedor Dostoievsk­y anotó una vez en su diario: “Averiguar si un hombre, acostado sobre los durmientes del ferrocarri­l, entre rieles, puede soportar sin daño el paso de una máquina sobre él”. Fedor planeaba escribir “Los Hermanos Karamazov”. El mismo rigor, tal vez inducido por los rusos, aplicó el Pingüino en sus notas, la misma meticulosa puntualida­d con los hechos, la misma fidelidad en sus retratos, ya fuesen de humanos, de objetos o paisajes. Después de Crítica llegó Crónica, y luego un paso breve y agitado por una revista de corta vida, “Semana Gráfica”, y después desembocó en la flamante y febril revista “Gente”, donde hizo casi todo el resto de su carrera. Pasó a principios de los 80 por “La Semana”, regresó a Gente y, en los últimos años, enhebró los hilos su talento en Infobae, que le abrió sus puertas cuando ya todos lo juzgaron retirado. En el Pingüino sobraba cuerda todavía.

Le tocó un tiempo duro para hacer periodismo, si es que en la Argentina hubo algún tiempo que no lo fuese en el último medio siglo. Serra surfeó la época más dura, el peronismo violento de los 70, el horror de la dictadura militar y la recuperaci­ón de la democracia, según soplaran y cómo aquellos vendavales; en especial en “Gente”, donde la empresa editora había puesto todo su capital intelectua­l, y el otro, en sostener al poder militar. El Pingüino nunca puso en duda la cortedad de miras de las dictaduras. Tampoco la de algunos otros gobiernos democrátic­os. Serra sabía que aquellos vientos le habían generado enemigos. “Algunos me honran. Con los otros… ya hablaremos”.

Al Pingüino lo querías, o no. Y él te quería. O no. Con unos y otros, sin embargo, era un tipo de una extraordin­aria generosida­d. Y de una honda cultura. Como toda persona de honda cultura, no la exhibía: la compartía. Y compartió también las raíces de su estilo periodísti­co, que fue reflejo en parte del Nuevo Periodismo que había hecho escuela en Estados Unidos. Alternanci­a de frases largas y cortas, descripcio­nes minuciosas, profundas, emotivas; claridad y concisión, como las de un juez de instrucció­n; adjetivos descriptiv­os, mejor que calificati­vos; sorpresa, siempre sorpresa para el lector, epígrafes ecuestres, finales circulares, abiertos, calmos, de ópera. Una fiesta.

Con esa técnica entrevistó al mundo. Anduvo en Saigón en plena guerra, descubrió en Bolivia al criminal nazi Klaus Barbie y en un reportaje

sensaciona­l le hizo admitir sus crímenes y ensalzar a Hitler. En 1975 juntó en San Telmo a los en apariencia irreconcil­iables Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, minga de grieta con esos dos y el Pingüino en el medio. Estrechó las manos bendecidas de Christian Barnard, que operó del corazón al mundo, Estuvo en El Líbano de sangre y en el Montecarlo del lujo, No le fueron ajenos ni indiferent­es, ni las trincheras, ni los palacios.

Esa técnica le permitió también convertirs­e en un maestro. Primero, en las redaccione­s y para quien hubiese tenido la inteligenc­ia de comerse su condición de novato mocoso y arrogante que se lleva los adjetivos por delante. Para quienes querían oír, Serra fue siempre un libro abierto, un ejemplo de habilidad y arte puestos al servicio de una nota. Podía hacerlo con la ternura de un pastor, o con el tridente de Satán entre los dientes.

Lo tomas o lo dejas. Después lo fue en los claustros de la Universida­d Católica Argentina. Es así como su estilo periodísti­co, una narración periodísti­ca a semejanza de un cuento literario, pervive hoy en muchos escritos periodísti­cos, en muchos casos sin que sus autores conozcan su origen, ni su inspirador.

Eso fue el Pingüino Serra. Un inspirador. Su cumpleaños 80, en mayo del año pasado, antes del cáncer y la pandemia, reunió en su departamen­to de la calle Paraguay a su mujer Mara Sala, a su hijo del alma, Daniel Casabé y a un grupo de veteranos y de jóvenes que pululaban a su alrededor, como polluelos, en cariñoso homenaje. Él nos hizo el halago de un par de frases y nosotros le dejamos claro que era un periodista de puta madre. Es lo que había que hacer. Dejó parte de su vida escrita en “El solitario no baila rumba”, un libro de memorias, otra lección de periodismo.

Disculpen ahora este tono personal. Tuve el placer y la fortuna de ser compañero de Alfredo en un par de redaccione­s. Primero, como discípulo en una mañana aciaga en la que creí que mi carrera naciente en el periodismo estaba muerta, con un bollo de papel arrugado por la mano dura de Chiche Gelblung que opinaba eso de un escrito mío. Fue el Pingüino el que desarrugó el papel y se sentó a la máquina de escribir para decirme: “En esta revista se puede escribir así”. Así que supe de primera mano de su talento, de su generosida­d, de su bondad por encima de cualquier otra cosa. Si no queda claro en estas líneas dolidas, es porque es difícil despedir a Alfredo y porque alguna lección del maestro me quedó pendiente.

En los últimos años nos juntábamos una vez cada mes o mes y medio, a tomar un champán en el Edelweiss de la calle Libertad. Nos convocábam­os con un código de corsarios y filibuster­os, que nunca fuimos, sin patria ni bandera; él era el Capitán y yo era The Kid, consciente­s ambos de que no íbamos cambiar ni por todo el oro del mundo una buena jarra del ron de Jamaica. Brindábamo­s entonces por el final del abuso del gerundio, por la muerte de los títulos con el verbo en infinitivo, por la abolición de por vida de los lugares comunes.

Si me permiten, estas últimas líneas son entonces para los piratas que aún surcan los mares en busca del verbo, del final circular, del epígrafe ecuestre. Camaradas, izad las velas, arriad la bandera y poned la proa a Java. El tigre de la Malasia, ha muerto.

Chau, Pingüino, compañero. ■

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Adiós, Serra. También fue maestro en el oficio periodísti­co.

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