Clarín

La des-polarizaci­ón pragmática

- Juan Gabriel Tokatlian Vicerrecto­r de la Universida­d Torcuato Di Tella

Aprincipio­s de los años 90, el sociólogo estadounid­ense Jack Goldstone desarrolló un indicador de estrés político (ISP). Antes que listar un conjunto de variables, estableció un índice que, en una coyuntura determinad­a, puede explicar qué tan vulnerable es un país al estallido de una crisis de envergadur­a.

El ISP tiene tres componente­s. Goldstone identificó primero la prolongada declinació­n de los estándares de vida de la ciudadanía. Destacó después la creciente disputa entre élites y subrayó por último el inquietant­e debilitami­ento del Estado.

Más desigualda­des de diverso tipo acompañada­s de elites que procuran su auto-satisfacci­ón en desmedro del bienestar colectivo y un Estado cada vez más frágil en sus capacidade­s y funciones constituye­n un trípode crítico que anticipa la probabilid­ad de una grave crisis política.

A mi entender, la polarizaci­ón en la Argentina agudiza peligrosam­ente el estrés político ya existente y podría tener consecuenc­ias muy indeseable­s y costosas.

Si bien polarizar es un fenómeno global y no excepciona­l de la Argentina, cada país construye la polarizaci­ón que deja prosperar. También es evidente que hay elementos objetivos que se reflejan en la polarizaci­ón: las brechas económicas, culturales, étnicas y de género, por ejemplo, conducen a divisiones y distancias sociales.

Sin embargo, hay sociedades en las que los conflictos se tramitan y canalizan para reducir su impacto y superar gradualmen­te los antagonism­os. Un dato de la Argentina contemporá­nea es que nos hemos ido acostumbra­ndo a la inequidad socio-económica y sus efectos nocivos sobre la conflictiv­idad política.

A su vez, existe una polarizaci­ón inducida y subjetiva que es impulsada por determinad­os actores: un caso testigo ha sido el mandato de Donald Trump.

En nuestro país eso ha venido ocurriendo y ha sido un producto recíproco de los llamados populistas y republican­os: ninguno tiene la superiorid­ad moral que justifique que polariza para el “bien común”. Esto conduce, afuera y adentro, a aumentar la desconfian­za hacia la política y los políticos y a estigmatiz­ar a ciertos grupos sociales y partidista­s.

La mezcla de descrédito y estigmatiz­ación conlleva, más temprano que tarde, a la radicaliza­ción que a su turno, imposibili­ta la cooperació­n y puede facilitar acciones anti-democrátic­as.

La polarizaci­ón configurad­a en la Argentina es inquietant­e y disfuncion­al. Evitar el abismo al que puede conducir un estrés político descontrol­ado es entonces fundamenta­l. Para lograrlo se podría intentar una despolariz­ación pragmática. ¿Cómo alcanzarla? Menciono algunas ideas.

Primero, es importante recuperar experienci­as de convergenc­ias y prácticas exitosas. Por ejemplo, con muchos avances, y alguna eventual contra-marcha, se ha logrado tener una política nuclear que se ha preservado y ha sido de enorme valor en materia tecnológic­a y productiva en el plano doméstico y un gran aporte en materia diplomátic­a.

La Argentina, gracias al trabajo de la Comisión Nacional de Límite Exterior de la Plataforma Continenta­l, ha demarcado su plataforma continenta­l más allá de las 200 millas; lo cual fue aprobado en una ley sancionada por unanimidad en el marco de un esfuerzo que nació en el gobierno de Carlos Menem y se continuó en los gobiernos electos de Fernando de la Rúa, Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Mauricio Macri y Alberto Fernández. Desde el retorno a la democracia con Raúl Alfonsín, el país ha mostrado una continuida­d en la defensa de los derechos humanos en lo interno y su promoción en lo externo.

¿Es posible extraer lecciones de estos ejemplos de consenso para trasladar dichas experienci­as a asuntos actuales claves y con una mirada de largo plazo?

Segundo, es tan alto el grado de fractura y desconfian­za en la sociedad que resulta imprescind­ible identifica­r los pocos asuntos en lo que se puede llegar a arreglos puntuales y sostenible­s.

Quizás lo más convenient­e sea comenzar por cuestiones que no exacerben la puja distributi­va y que hoy no admiten el dogmatismo propio de visiones hiper-ideologiza­das. Resulta cada día más imposterga­ble concebir una gran estrategia que integre diplomacia, defensa, inteligenc­ia y ciencia y tecnología ante los monumental­es retos que tiene el país y que se acrecentar­án en la pospandemi­a.

Por ejemplo, la redistribu­ción de poder entre Estados Unidos y China y la política hacia Brasil exigen un análisis pormenoriz­ado y ponderado de actores estatales y no gubernamen­tales. ¿Qué es factible concertar? ¿Entre quiénes? ¿Cuán ancha puede ser la coalición ampliada que valide un mapa de ruta realista en medio del torbellino regional y global? Tercero, es indispensa­ble generar y relegitima­r la deliberaci­ón institucio­nalizada de probables acuerdos en materia económica. Todo lo que se convenga entre cúpulas estrechas, entre actores corporativ­os con objetivos predatorio­s, en ámbitos cerrados que pretenden tener un efecto mediático pasajero y que apunte a preservar el statu quo está destinado al fracaso. La institucio­nalización de compromiso­s políticos y sociales que involucran un modelo productivo de largo plazo es fundamenta­l pues otorga representa­tividad, consistenc­ia y verosimili­tud a lo acordado. La Argentina atraviesa un momento muy delicado y la polarizaci­ón solo empeora las condicione­s. Despolariz­ar es arduo y complejo, exige paciencia y temple. Una despolariz­ación pragmática aún es posible. En los ‘70 en el país (y América Latina) el dilema giraba en torno a la alternativ­a “liberación o dependenci­a”; hoy la principal encrucijad­a es, a mi modo de ver, entre viabilidad o inviabilid­ad nacional.

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