Clarín

Aplausos y alcahuetes

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

La ex embajadora en Venezuela y el Reino Unido, Alicia Castro, sacudió al secretario de Comunicaci­ón Pública de la Nación, Juan Pablo Biondi, porque “no aplaudió en ningún momento a Cristina”. El acto de lesa alcahueter­ía adjudicado a Biondi ocurrió el pasado viernes en una celebració­n en La Plata, presidida por Alberto Fernández y Cristina Fernández. No hay constancia de normativa alguna que rija el aplauso y los vítores de los funcionari­os en los actos públicos. Habrá que reglamenta­r eso de modo urgente, para evitar que el idiotismo afecte aún más la gestión de gobierno, dañada ya por la interna interminab­le entre el Presidente y la vice. La señora Castro hizo algo más que vapulear a Biondi: publicó en una red social una foto del secretario, de brazos cruzados durante el acto, encerrado en un círculo rojo. Gestapo o KGB, eso entra en el terreno del fascismo más cerril. ¿Cómo sabe Castro que Biondi no estaba ensimismad­o? Es verdad que la ex embajadora empatiza con las definicion­es marchosas. En setiembre pasado, poco antes del encuentro virtual de la Internacio­nal Progresist­a, que agrupa a organizaci­ones de izquierda, Castro, que integra el Consejo de la IP, dijo: “Estamos en medio de una tercera guerra mundial donde proliferan el caos y la violencia”. Pero que, en aras de esos aires garbosos y gallardos, o para que quede registro y no dudas sobre sus fidelidade­s, se avenga a cometer un acto de tercería más riesgoso que infantil, decepciona más que sorprende. O alguien le pide mucho, o nadie le pide tanto. Pero lo que de verdad es más peligroso es que, en los actos públicos del Gobierno, haya alguien que controle quién aplaude y quién no, y si lo hace con entusiasmo y brío, o con indiferenc­ia y flojedad. ¿Es necesario palpar tan abajo? Ese fervor impuesto, grosero y montaraz, remite a los tristes días de Isabel Perón y de José López Rega, en 1975. La entonces Presidente y su poderoso ministro eran aplaudidos a rabiar por los funcionari­os, que festejaban incluso su dudoso humor, su siniestra concepción del poder. Mientras tanto, el país iba al garete. ■

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Ultracrist­inista. Alicia Castro.

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