Clarín

María Elena, en un libro de Quino

- Paula Conde pconde@clarin.com

El 10 de enero se cumplieron diez años sin María Elena Walsh. Creadora de las canciones que musicaliza­ron mi infancia, una vez me la crucé en el supermerca­do Norte (hoy Carrefour), de Beruti y Austria. Yo tendría unos siete años. Fue mi papá, rápido de reflejos, el que la reconoció: “¡Paula, Paula, es María Elena Walsh!”. Me paralicé como cada vez que me encontré sorpresiva­mente con alguien a quien amaba: a José Luis Chilavert, mi ídolo de Vélez, lo vi en un shopping en el pico de su carrera; a Serena Williams, tenista estadounid­ense, la saludé a través de la ventanilla de un auto, cuando ella volvía en combi de jugar la Fed Cup en unas canchas de Pilar. Cuando abordamos a María Elena Walsh no había celulares para la foto. A mi papá se le ocurrió pedirle un autógrafo. Tenía birome, siempre tiene birome en el bolsillo, un accesorio tan trascenden­tal para él como el DNI, las llaves o el pañuelo impoluto. ¿Pero papel? En esos años, los 90, se vendían libros en los supermerca­dos. Salimos corriendo más rápido que Usain Bolt. Buscamos, pero no había libros de ella, sí, en cambio, había Mafaldas. No fui yo la que le habló en medio de una góndola a la creadora de Manuelita. “María Elena, qué tal, ¿le molestaría firmarnos un autógrafo en este libro... de Quino?”, se atrevió mi papá, un genio. Glup. Qué dirá. “Sí, cómo no”, respondió, tan amorosa ella. En casa, nos quedan el Twist del Mono Liso, la Reina Batata y las demás canciones que yo cantaba y bailaba de chiquita y que, ahora, crecidita ya, sigo entonando y bailando, para risa y felicidad de Aquiles, mi bebé de dos años, que me mira como entendiend­o que ese universo infantil que ahora es suyo en algún momento también fue mío. ■

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