Clarín

El jardín perdido

- Joana Bonet Periodista y escritora.

Jorn de Précy fue un jardinero filósofo que se emocionaba con la orquídea brotada inesperada­mente gracias al pájaro que transportó su semilla. Su nombre no forma parte de la historia de la jardinería, aunque se nos dice que varios artistas, desde Claude Monet hasta Bob Dylan, quedaron deslumbrad­os por la remembranz­a de su selvático jardín de Greystone.

Sus conceptos de cultivo biológico, jardín en movimiento o belleza natural salvaje se anticiparo­n al igual que el moderno narcisismo: “El hombre ha dejado de escuchar. Cuando el mundo le habla, cree oír el eco de su propia voz”.

El amor por las flores hoy se correspond­e a un género especializ­ado y marginal que no suma al flujo de la actualidad. Recibimos a diario nuestra ración de corruptela­s,y el tufo de las cloacas reina en esta realidad cambiante donde la especulaci­ón ha boicoteado a la utopía. Pandemia y tecnología delimitan un nuevo marco mental, demostrand­o que el combate por mantener nuestro estilo de vida es infausto.

Nos duelen los dedos de tanto cliquear. Al teléfono le entregamos las mejores horas del día para farfullar códigos que nos arrebatan el contacto directo con el aire. Y en cambio, ¿dónde quedan las flores? Los híbridos han sustituido a los rosales silvestres mientras ha desapareci­do la idea del jardín como lugar de contemplac­ión y espiritual­idad, lo opuesto a los no lugares –de hangares a invernader­os– paridos por el progreso. Qué desconecta­dos estamos de aquel genius loci , el dios menor que se ocupaba de perturbar los sentidos y revelar los misterios de la vida en un jardín. A pesar de la creciente conciencia­ción para salvar el planeta, nuestra sociedad sigue valorando más el dinero que la naturaleza. Así lo afirma David Attenborou­gh en un llamamient­o urgente dirigido a la ONU para revisar nuestros modelos económicos ante la crisis del cambio climático. La implacable ambición humana se ha afanado en deshumaniz­arnos, también en levantar paredes innecesari­as, como asegura la enorme Carme Pinós en su exposición Escenarios para la vida (Fundación Ico): “Ser arquitecto es saber decir: no hace falta hacer nada”. En El jardín perdido (Elba), De Précy loaba al jardinero modesto, el que se acuclilla con sus tijeras de podar y sonríe solo para sí mismo, con la satisfacci­ón de no estar por encima del lugar, sino de estar “siempre en su lugar”. No importa que De Précy sea un fantasma, un heterónimo del también jardinero y paisajista Marco Martella, que se sirve de su misterioso alter ego para demostrar que lo perentorio no es tanto cambiar el mundo como hacerle un hueco a la vida.

Nos duelen los dedos de tanto cliquear. Al teléfono, le entregamos las mejores horas del día.

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