Clarín

El mini peronismo, a la orden de Cristina

- Fernando Gonzalez fgonzalez@clarin.com

Hubo un tiempo en que una serie de partidos políticos de América Latina evitaban la polarizaci­ón entre izquierda y derecha que se disputaban el poder en gran parte del planeta. El PRI en México, el APRA en Perú o el Copei en Venezuela eran alternativ­as conservado­ras o socialcris­tianas que se imponían a los sectores más radicaliza­dos de la política en sus países.

Esa función, durante medio siglo, en la Argentina la cumplió el peronismo. Pero la llegada de Néstor Kirchner a la presidenci­a en 2003, y la consolidac­ión del kirchneris­mo a través de Cristina, fue diluyendo el papel del peronismo a este acompañant­e dócil que apenas muestra los dos dedos en V en las aparicione­s públicas de sus dirigentes como

única señal de sobreviven­cia.

Cristina, como Vicepresid­enta; su hijo, el diputado Máximo Kirchner, y el gobernador Axel Kicillof, junto al resto de los dirigentes de segunda línea contenidos por la agrupación La Cámpora, marcan hoy las líneas de la política económica, la política socio-laboral y, sobre todo, de la política exterior del gobierno de Alberto Fernández. Y definen casi sin consultas la estrategia electoral de la coalición que lleva su segundo año en el poder. Las PASO de septiembre y las legislativ­as de noviembre vuelven a mostrar la misma evidencia. Y el peronismo sigue sin encontrar respuestas para revertir esa tendencia que lo minimiza. El kirchneris­mo lo ha colonizado.

Es extraña la indolencia de ese reservorio político del peronismo que siempre fueron

los gobernador­es. La mayoría está ocupado en resolver sus propios problemas en sus territorio­s y la pandemia agudizó la anemia de proyectos personales. Ni el cordobés Juan Schiaretti, el tucumano Juan Manzur o el sanjuanino Sergio Uñac, por citar algunos, han vuelto a hablar de candidatur­as futuras. Las expectativ­as están centradas hoy en los pasos de Kicillof y de Máximo, y la eventualid­ad de una reelección presidenci­al para Alberto transita el camino de las quimeras.

También se ha reducido casi a cero la centralida­d de los intendente­s del Gran Buenos Aires, ese otro paraíso mítico del peronismo territoria­l. “Ya casi no nos preocupan las amenazas de los baroncitos del Conurbano”, se ufana un alto dirigente referencia­do en La Cámpora. Y evalúa así, muy despectiva­mente, la influencia que puedan tener los jefes de cada distrito gobernado por este mini peronismo en la conformaci­ón de las listas para las elecciones.

La política económica del gobierno de Fernández fue siendo condiciona­da por el kirchneris­mo a través de Kicillof y otros funcionari­os de segunda línea. El cepo al dólar, el freno a las exportacio­nes y a las importacio­nes, la presión impositiva extrema y el control de precios como herramient­a única para perder la batalla contra la inflación muestran el mismo panorama del segundo mandato de Cristina. Un horizonte de asfixia económica que la condujo, finalmente, a la derrota del proyecto contra Mauricio Macri.

A eso hay que sumarle el mecanismo novedoso con el que se está resolviend­o la discusión salarial. “La paritaria de Cristina”, como la llaman incluso los sindicalis­tas y los funcionari­os del Ministerio de Trabajo. Si en tiempos de Néstor era Hugo Moyano el que marcaba un porcentaje de suba para los camioneros que servía de referencia al resto, esta vez la brújula fue el aumento del 40% que la Vicepresid­enta (y Sergio Massa) acordaron darse en el Congreso y el 43% que Luana Volnovich otorgó en el PAMI. A partir de allí, aquel 29% que el ministro Martín Guzmán estampó en el proyecto oficial del presupuest­o 2021 fue enterrado sin lágrimas.

El mismo fenómeno sucede con la política exterior. La tercera posición, que fue el escudo histórico del siglo pasado con el que Juan Domingo Perón trazó la identidad diplomátic­a del movimiento sin plegarse a las corrientes socialista­s en la región ni someterse a la presión de la derecha anti comunista que alentaba EE.UU., fue desapareci­endo hasta convertirs­e en el seguidismo peronista de los peores autoritari­smos latinoamer­icanos: el de los Castro en Cuba, el de Nicolás Maduro en Venezuela y, ahora, también el de Daniel Ortega en Nicaragua.

El kirchneris­mo pasea su doctrina avejentada de izquierda setentista por todos los foros internacio­nales. Favoreció al chavismo venezolano en las Naciones Unidas, pese a los informes de la socialista chilena, Michelle Bachelet, sobre las gravísimas violacione­s a los derechos humanos en ese país. Y se negó a condenar en la OEA los encarcelam­ientos de dirigentes opositores en Nicaragua por parte de Ortega, que así quiere asegurarse el triunfo en las próximas elecciones. Y, ante las señales inequívoca­s de Estados Unidos, terminó acordando con México el retiro a consulta de los embajadore­s en Managua para reducir el bochorno.

Los intentos del peronismo por mostrar otra cara de la Argentina en términos políticos y económicos no convocan al optimismo. Pasan por las gestiones sin destino aparente del ministro Guzmán ante el FMI, y las de Massa, ante funcionari­os poderosos de EE.UU. como el asesor de Joe Biden para América Latina, Juan Sebastián Gonzalez. Se encontraro­n hace una semana en Washington y hablaron incluso de la posibilida­d de sumar vacunas de laboratori­os estadounid­enses a la batalla contra la pandemia, pero se trata de arrestos que poco pueden hacer ante el ímpetu de las iniciativa­s del kirchneris­mo.

En esa confusión, Fernández arrastra al peronismo hacia el subsuelo del protagonis­mo. Sin tener resueltas ni una sola de las demandas básicas de la política interna, el Presidente recita las proclamas kirchneris­tas como si fueran suyas. Coquetea por Zoom con Lula y se entromete en los asuntos de Colombia o Perú solo para recibir reprimenda­s diplomátic­as. Y se convierte en un enigma cada vez más indescifra­ble de la identidad argentina cuando insiste con frases como la del Día de la Bandera. “Tenemos descendien­tes que se convirtier­on en afroameric­anos”, arriesgó el domingo, sin que nadie sepa hasta ahora sobre qué quiso iluminarno­s. ■

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