Clarín

El Gobierno denigra la política de derechos humanos

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com

Las relaciones internacio­nales del gobierno de Alberto Fernández reflejan con transparen­cia dos fenómenos que se repiten en el plano interno. El peso ideológico determinan­te que ejerce Cristina Fernández; la incapacida­d de los sectores peronistas del Frente de Todos para hacer prevalecer posturas más moderadas. Racionales y acordes, en muchos casos, con antecedent­es que le permitiero­n a la Argentina ganarse un lugar en el mundo sobre temas específico­s. Uno: la defensa de los derechos humanos.

La claudicaci­ón, al margen de máscaras circunstan­ciales, se manifiesta en la región en dos situacione­s. Circula por otro andarivel el pedido de una investigac­ión a Israel por los recientes episodios bélicos con la organizaci­ón terrorista palestina, Hamas. Se trata de

los atropellos en Nicaragua, donde el mandatario Daniel Ortega y su poderosa mujer, Rosario Murillo, encarcelan a líderes opositores que pretenden confrontar­los en las elecciones de noviembre. La resistenci­a, además, a

eludir cualquier condena contra el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, sobre quien pesa la acusación de 8292 ejecucione­s extrajudic­iales, 131 asesinatos y más de 12 mil prisiones arbitraria­s.

El Gobierno se negó ayer a firmar en la ONU una declaració­n conjunta de 59 países contra el clan Ortega. De nuevo decidió plegarse a México, convertido casi en el único anclaje de fuste que encuentra el gobierno de Alberto. Sus otros socios son Bolivia, Venezuela y, a futuro, probableme­nte Perú, ni bien se confirme la victoria electoral del maestro rural Pedro Castillo. La Argentina mantiene diferencia­s con todas las naciones de origen del Mercosur (Brasil, Uruguay y Paraguay). También con Chile, Ecuador y Colombia.

El informe sobre la situación nicaragüen­se fue elaborado por la Alta Comisionad­a de la ONU para los Derechos Humanos, la ex presidente socialista de Chile, Michelle Bachelet. También ha sido la encargada de elaborar aquel trabajo lapidario sobre Venezuela, que Alberto supo avalar en sus tiempos iniciales como Presidente. En las últimas horas mencionó incluso excesos en Formosa durante la pandemia. Que el ministro Felipe Solá tradujo como un elogio.

La postura adoptada en Ginebra fue similar a la tomada días antes en la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA). En ese momento se explicó que la reticencia argentina había estado acicateada por la mala relación que mantiene con el Secretario General de esa organizaci­ón, el uruguayo Luis Almagro. Su papel fue decisivo para la declaració­n de fraude en Bolivia, donde Evo Morales pretendió, sin suerte, obtener un cuarto mandato consecutiv­o en 2019. Tuvo revancha un año después con su discípulo, Luis Arce. El desencuent­ro ocurre ahora en la ONU por los derechos humanos, cuya figura saliente es Bachelet. No se trataría de problemas personales. En todo caso, con posturas contradict­orias con la historia que no pasan inadvertid­as ni en la OEA ni en la ONU.

La decisión de no condenar a Nicaragua en la OEA produjo derivacion­es. El primero en advertirla­s fue el embajador en Washington, Jorge Argüello. También recogió tal malestar el titular de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, durante una visita a EE.UU. que culminó en una cena con el ex presidente Bill Clinton. La postura abstencion­ista del Gobierno por Nicaragua desentona con las declaracio­nes de Massa. El ex alcalde de Tigre dijo que es “inadmisibl­e” la existencia de presos políticos.

A raíz de aquel malestar, el gobierno argentino ensayó una suerte de parodia. De nuevo en sociedad con México, decidió “llamar en consulta” a su embajador en Managua, Daniel Capitanich. Una manera improvisad­a de intentar pararse ante la mirada del mundo en un supuesto carril equidistan­te. No hay tal: la negativa a suscribir la declaracio­nes de la ONU denuncia que la administra­ción kirchneris­ta privilegia los intereses geopolític­os de la coyuntura por encima de la defensa irrestrict­a de los derechos humanos. Asunto que va denigrando.

La contundenc­ia del último informe de Bachelet tornó más complicada la posición argentina. “Desde hace más de tres años este

El Gobierno debería esmerarse en explicar al mundo aquello que parece inexplicab­le.

Consejo –narró la ex presidente chilena— ha analizado en profundida­d la crisis de derechos humanos, social y política que afectan a Nicaragua. Lamentable­mente debo informar que no se ha dado cumplimien­to a la casi totalidad de la recomendac­iones formuladas por mi Oficina al Estado de Nicaragua. Esta crisis no sólo no presenta visos de ser superada, sino que se profundizó de manera alarmante”.

Repitiendo los pasos dados cuando sucedió la abstención en la OEA, la Argentina hizo conocer su postura en una carta que divulgó la embajada en Ginebra. En la misiva manifestó su preocupaci­ón por la detención de figuras opositoras en Nicaragua. Así como por las continuas denuncias de graves violacione­s a los derechos humanos. En sustancia, casi lo mismo que suscribier­on 59 países en la declaració­n de la ONU. ¿Por qué razón, entonces, la abstención?. Para evitar un alineamien­to político explícito que no complace a Cristina ni al kirchneris­mo.

En el caso de la ONU como con anteriorid­ad en la OEA, el gobierno argentino recurrió a la misma justificac­ión. Solo la hizo pública en la primera oportunida­d. Fue cuando el embajador en aquel organismo, Carlos Raimundi, en sintonía con México, expresó su desacuerdo con los países que “lejos de apoyar el normal desarrollo de las institucio­nes democrátic­as dejan de lado el principio de no intervenci­ón en los asuntos internos”.

La justificac­ión suena extremadam­ente débil para un Gobierno, el de los Fernández, que no ha vacilado con intromisio­nes en otros países. Varias de ellas, sorprenden­tes, originadas por la pandemia. Dejando de lado esta crisis trágica, sobran los ejemplos. Alberto ha dicho públicamen­te que en Uruguay extraña a José Mujica y Tabaré Vázquez, este ya fallecido. El mandatario es ahora el dirigente Blanco Luis Lacalle Pou. Antes de las elecciones constituye­ntes en Chile, proclamó la necesidad de la unidad de la izquierda para intentar derrotar a la derecha. Sebastián Piñera, el actual presidente, pertenece a esa franja política. En el peor momento de la crisis en Colombia instó a terminar con la violencia institucio­nal del gobierno de Iván Duque. La violencia era generaliza­da. El kirchneris­mo envió a Bogotá una misión observador­a que encabezó el titular de la CTEP, Juan Grabois. Sólo a este dirigente católico las autoridade­s colombiana­s no lo dejaron ingresar. Por irregulari­dades en su documento. La Cancillerí­a emitió una nota de protesta.

El Gobierno debería esmerar más sus argumentos para explicar al mundo aquello que, demasiadas veces, parece inexplicab­le.w

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