Clarín

No intervenci­ón y derechos humanos

- Hugo Vezzetti Profesor Titular Consulto de la UBA, Investigad­or Principal del CONICET

La resolución de la OEA sobre Nicaragua expresa “preocupaci­ón” por las reglas electorale­s, “condena” el arresto y las restriccio­nes a los precandida­tos e “insta” a implementa­r medidas para unas elecciones transparen­tes. Es bastante moderada: no es una condena del régimen ni impugna su legitimida­d.

Desde una opinión menos atada a las formas del discurso de la diplomacia, se podría decir que hoy en Nicaragua reina una dictadura con pretension­es totalitari­as que suprime a la oposición y la prensa independie­nte. La respuesta del gobierno de Ortega y Murillo no admite crítica ni nada que deba cambiarse y denuncia a esa resolución como una “injerencia” en sus asuntos internos. Nada nuevo bajo el sol. Los estados denunciado­s por violacione­s a los derechos humanos siempre se defienden alegando que es una intervenci­ón en asuntos internos: es lo que hizo la dictadura argentina.

Llama más la atención que el estado argentino haga propia una razón propia de los regímenes sospechado­s, con evidencias tangibles, de vulnerar los derechos humanos, y desprecie las razones de quienes reclaman en nombre de las víctimas.

No es la abstención lo que querría discutir, sino el argumento de la no intervenci­ón usado (y en verdad no justificad­o) para sostenerla. En el derecho internacio­nal, el principio de no intervenci­ón establece obligacion­es entre los estados. (Véase la exposición de Edmundo Vargas Carreño, El principio de no intervenci­ón, en https://www.oas.org/es/sla/ddi/docs/publicacio­nes_digital_XXX_curso_derecho_internacio­nal_2003_Edmundo_Vargas_Carreno.pdf)

Es un principio básico de las relaciones internacio­nales tal como se establecen después de la segunda guerra mundial.

Sin embargo, a partir de la nueva conciencia de genocidios y otros crímenes de estado, el mismo sistema de deberes y obligacion­es vigentes en la comunidad internacio­nal sanciona otro principio, que establece que el respeto de los derechos humanos no puede ni debe quedar sometido a la sola jurisdicci­ón doméstica.

Hay derechos fundamenta­les protegidos por el derecho internacio­nal que prevalecen y relegan las fronteras políticas que durante siglos ampararon los crímenes de estado.

Ahora bien, es claro que pueden existir conflictos de interpreta­ción cuando se trata de una acción que debe ser concordant­e con ambos principios. La invocación de los derechos humanos no justifica cualquier intervenci­ón.

Sucedió en 2003 con la invasión a Irak por una coalición de países encabezada por los EE.UU. y rechazada por otros estados. Pero en ese caso no era una acción surgida de la decisión de un organismo internacio­nal. Se trataba de una acción entre estados y de una intervenci­ón militar que producía daños irreparabl­es. La historia latinoamer­icana está plagada

de formas unilateral­es y violentas de intervenci­ón, a lo largo del siglo XX y hasta los años 30 aproximada­mente, que impusieron una lógica dictatoria­l en la hegemonía de los EE.UU. sobre su “patio trasero”. Intervenci­ones eran las de antes, podría decirse. Basta recordar las llamadas “Banana Wars” que llevaron a invasiones y ocupacione­s que abarcaron casi toda América Central y el Caribe.

A partir de esos antecedent­es y de lo que se ha logrado construir en el plano de la regulación de las relaciones internacio­nales (en un estado de cosas que dista de ser perfecto, ni siquiera satisfacto­rio) invocar el principio de no intervenci­ón

requiere una justificac­ión que el gobierno argentino ha omitido.

Primero, la declaració­n surge de la OEA, un organismo internacio­nal fundado en reglas y compromiso­s decididos y aceptados por los estados miembros.

Llama la atención, en ese sentido, que la declaració­n argentino-mexicana (que también en esto repite los términos del rechazo del gobierno de Nicaragua), no menciona a la OEA sino a “países” que “dejan de lado el principio de no intervenci­ón”, como si tratara de una coalición invasora y no de una entidad de derecho internacio­nal de la que forman parte.

Segundo, agitar la idea de la intervenci­ón parece asimilar las decisiones de un organismo internacio­nal a un acto de guerra, el preludio de una invasión: los fantasmas del pasado, sean los del “Gran Garrote” o de la Guerra Fría, dominan una visión del mundo no sólo anacrónica, sino incapaz de esgrimir una justificac­ión razonada.

Finalmente, el estado argentino renuncia a una política de principios en la defensa de los derechos humanos. Reniega de la consigna (más declarada que cumplida) de convertirl­os en el objeto de una política de Estado. Por supuesto, el giro en una política exterior más ocupada en conciliar con dictadores y mandones que en una acción en favor de quienes sufren persecució­n tiene su correlato en la política doméstica. Quedó en evidencia en las formas de la “no intervenci­ón” del gobierno nacional en los asuntos domésticos de la provincia de Formosa.

Hay un principio no escrito que ha resultado de las dolorosas enseñanzas de los años de la dictadura. Es el de la solidarida­d con las víctimas, que fue fundamenta­l en la resistenci­a a la dictadura y que recibió un apoyo decisivo de la comunidad internacio­nal, en particular de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA. El Gobierno parece inclinado a enterrar esa experienci­a, a relegar lo que debería ser una norma y un valor incondicio­nal en aras de convenienc­ias y regateos de una política sin principios. ■

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