Clarín

El sorprenden­te caso del narco que compraba obras de Dalí y de Picasso

El secreto con que se maneja el mundo del arte preocupa en EE.UU. por vínculos con el lavado de dinero.

- Graham Bowley Traducción: Elisa Carnelli

Los agentes federales que allanaron la casa de un vendedor de droga en un suburbio de Filadelfia, en Estados Unidos, encontraro­n marihuana y, para su sorpresa, dos millones y medio de dólares en efectivo ocultos en un compartimi­ento secreto ubicado bajo una pecera. Pero se sorprendie­ron aún más al descubrir numerosas obras de arte: 14 pinturas en las paredes y otras 33 guardadas en un depósito situado a pocos kilómetros de la casa del traficante, Ronald Belciano. Entre los artistas se contaban Renoir, Picasso y Salvador Dalí.

“Eso nos llamó la atención”, dijo Brian A. Michael, agente especial a cargo de Investigac­iones de Seguridad Nacional de Filadelfia.

Resultó que Belciano usaba el arte para lavar parte del dinero de la droga y compraba las obras a una conocida galería ubicada cerca de Museum Row en Filadelfia.

En 2015, fue sentenciad­o a más de cinco años de cárcel por vender drogas y lavar el producto ilícito de la venta aprovechan­do una de las caracterís­ticas específica­s del mercado del arte: su opacidad.

Miles de millones de dólares en obras de arte cambian de manos cada año con poco o ningún control público. Los compradore­s suelen no tener idea del origen de la obra que están comprando. Los vendedores también están a ciegas respecto del destino de la obra.

Y ningún paso de la compra requiere presentar documentac­ión que permitiría a los reguladore­s rastrear las ventas de arte o las ganancias, una clara diferencia respecto del modo en que el gobierno estadounid­ense puede supervisar la transferen­cia de otros activos como las acciones o las propiedade­s inmuebles.

Pero ahora las autoridade­s, que temen que el caso de Belciano ya no sea una rareza, están evaluando reforzar la supervisió­n del mercado para hacerlo más transparen­te.

Este enero, el Congreso norteameri­cano extendió las normas contra el lavado de dinero, pensadas para la industria de la banca, a los vendedores de antigüedad­es. La ley exigía que el Departamen­to del Tesoro se sumara a otros organismos para estudiar si también debían dictarse normas más estrictas para el mercado del arte. Esta iniciativa estadounid­ense sigue a leyes adoptadas recienteme­nte en Europa.

Anonimato y falta de reglas

“El secreto, el anonimato y la falta de regulación crean un entorno que facilita el lavado de dinero y que se evadan las sanciones”, expresó la Subcomisió­n Permanente de Investigac­iones del Senado estadounid­ense en un informe emitido en julio a favor de un mayor control.

Para los veteranos del mundo del arte, que asocian el anonimato con la discreción, la tradición y la clase, este asedio al secreto es una reacción exagerada que perjudicar­á al mercado. Les preocupa alejar a los clientes con preguntas inquisitiv­as cuando, según dicen, es escasa la evidencia de abusos.

“Estamos en la fase de paranoia-terror de lo que va a venir”, dijo este año Andrew Scheolkopf, entonces presidente de la Asociación de Marchands de los Estados Unidos en un panel del sector. “Va a haber un montón de papelerío y mucho control y no creo que terminemos con la mayor parte del problema”.

Sus motivos de preocupaci­ón son lo suficiente­mente significat­ivos como para que los lobistas de la asociación de marchands e importante­s casas de subastas trataran de influir en Washington en la evolución de las políticas sobre esta y otras medidas de regulación.

Sin embargo, no hay duda de que el mercado del arte se ha disparado en valor y espectro desde los apacibles días en que se establecie­ron sus costumbres. Es habitual que se vendan pinturas por 10 o 20 millones de dólares, costo similar al de los departamen­tos donde cuelgan.

Si bien las ganancias provenient­es de la venta de arte están sujetas a un suculento impuesto del 28 por ciento, la capacidad del Servicio de Impuestos Internos para rastrear quién informa sus ganancias se topa con dificultad­es. Incluso determinar quién vendió qué cosa es difícil. La mitad de las compras se hace en privado, no en subastas públicas, por lo que muchos precios nunca se difunden.

Si bien no hay pruebas de irregulari­dades generaliza­das, los expertos sostienen que es evidente que el secretismo del mercado da lugar a vulnerabil­idades y se depende en gran medida de la disposició­n de los coleccioni­stas a declarar sus ganancias.

“Los únicos que saben”, dijo Khrista Mc Carden, profesora de la Facultad de Derecho de Tulane que se especializ­a en el código impositivo, “son usted, la galería de arte y Dios”.

Nombres susurrados

Los secretos del mundo del arte a veces salen a luz a borbotones en lugares como el hotel Eden Rock de St. Barts, donde en un almuerzo de 2014 frente a las aguas color turquesa de la Bahía de St. Jean, al multimillo­nario ruso Dmitry E. Rybolovlev, coleccioni­sta, le presentaro­n a Sandy Heller, asesor de arte de Nueva York. La conversaci­ón naturalmen­te se volcó al arte y el dinero.

Rybolovlev había pagado a un vendedor desconocid­o 118 millones de dólares por un desnudo de Modigliani. Heller confirmó que el vendedor había sido cliente suyo, el administra­dor de fondos de cobertura Steven A Cohen. Pero algo no coincidía. Cohen había cobrado sólo 93,5 millones, dijo Heller.

Rybolovlev había recurrido a un asesor de arte, Yves Bouvier, para hacer esa compra y muchas otras, por un total de casi 2.000 millones. Resultó que Bouvier compraba las obras y las vendía a su cliente con enormes sobrepreci­os.

Bouvier ha dicho que siempre estuvo claro que operaba como un vendedor independie­nte que podía comprar arte y revenderlo en sus propios términos. Pero en la batalla legal que siguió, Rybolovlev castigó no solo a su antiguo asesor sino que también cuestionó al mundo del arte mismo.

El mercado es menos reservado que en viejas épocas. Las casas de subastas, por ejemplo, hoy publican estimacion­es de precio que prevén alcanzarán las obras. Pero gran parte de la actividad sigue siendo poco transparen­te. Los catálogos de las subastas, a menudo indican que las obras provienen de “una colección privada”. A veces, quienes llevan pinturas al mercado son representa­ntes de dueños cuya identidad es desconocid­a, incluso para las galerías que arreglan la venta. Los compradore­s también usan sustitutos, en muchos casos.

En esas circunstan­cias, las galerías confían en la integridad de los agentes con quienes han hecho negocios durante largo tiempo. A veces los compradore­s y los vendedores no son individuos sino empresas fantasma, estructura­s de inversión opacas.

“Muy rara vez alguien compra una pintura de cinco millones de dólares como particular porque no compra ninguna otra cosa de ese modo”, dijo Cristin Tierney, galerista de Nueva York. Y una vez que las obras se compran, muchas de ellas acaban escondidas en puertos francos libres de impuestos y su paradero en general se desconoce.

¿Cuánto lavado tiene que ver con el arte? Nadie parece haberlo cuantifica­do, aunque muchos expertos coinciden en que ese mercado es un lugar propicio. “Las piezas son transporta­bles, hay un alto nivel de secreto respecto de quién es el dueño de cada cosa y del valor que paga”, dijo Nienke Palstra, de la ONG internacio­nal Global Witness.

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MAX LOEFFLER / NYT Un velo sobre la pintura. La discreción, antigua tradición en este mercado, favorece las irregulari­dades.

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