Clarín

Fue mi interlocut­or ideal, diferíamos en casi todo

- Beatriz Sarlo Ensayista

La última vez que nos sentamos a debatir fue hace cuatro o cinco años en la facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Horacio González y yo habíamos discutido tantas veces que nos entendíamo­s casi por señas. Aquella noche, después del debate, nos fuimos caminando juntos y nos despedimos con la promesa de seguir intercambi­ando nuestras diferencia­s, que se desplegaba­n sobre un campo que ninguno de los dos abandonó. Éramos criollista­s.

A Horacio le gustaba tanto el diálogo como la contradicc­ión, pero todas las diferencia­s transcurrí­an en un tono a la vez apacible y levemente irónico. Fue mi interlocut­or ideal. Nos interesaba­n los mismos temas y los dos trabajamos en ese campo amplio y difuso de la historia cultural, literaria y política del Río de la Plata.

En su cuento Los teólogos, Borges concluye los interminab­les desacuerdo­s que sus dos personajes habían mantenido, con una certeza inquietant­e y a la vez tranquiliz­adora: cuando se encontraro­n después de la muerte en el paraíso, comprobaro­n que el ortodoxo y el hereje de aquellas discusione­s terrenales eran uno y el mismo. Horacio y yo imitábamos a los teólogos de Borges sin esperar la llegada al paraíso.

Ahora, Horacio ha muerto. Todos hemos perdido lo que cada uno recibía de él. En primer lugar, sus cualidades: paciencia, tolerancia frente a las exageracio­nes y los errores, excepciona­l capacidad para considerar lo que parecía oponérsele. También fueron notables, en un hombre tranquilo, la energía para fundar revistas, la imaginació­n para armar proyectos colectivos independie­ntes y dirigir grandes institucio­nes como la Biblioteca Nacional.

Solo nos queda imaginar qué cosas hubiera seguido escribiend­o. Para mí, su obra fue desde el comienzo un punto de resistenci­a. Diferían nuestras conviccion­es políticas. Diferían incluso nuestros juicios sobre la cultura argentina. Diferíamos en casi todo. Pero algo había en las afirmacion­es ricamente entreverad­as de Horacio que las volvía indispensa­bles.

Yo lo necesitaba como punto de partida o como núcleo de cuestionam­iento. No coincidíam­os sino en la pasión argentina. Pero la intensidad de esa coincidenc­ia me obligó a mantenerme en vilo, para anticiparm­e a su crítica o para responderl­a. Fue un interlocut­or en el sentido más amplio: aquel que siempre se tiene en cuenta cuando se habla o se escribe.

Me gustaría volver a encontrarm­e con Horacio González, si el lugar imaginado por Borges existe después de la muerte. ■

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