Clarín

Cristina se distingue de Alberto, pero sus destinos están unidos

- Ricardo Kirschbaum

Dijo Maquiavelo, el primer teórico de la política moderna, que poca gente ve lo que somos y mucha lo que aparentamo­s. El florentino se refería a personas, pero su observació­n es aplicable por extensión a los gobiernos: el de Fernández une las dos percepcion­es y entonces se puede aventurar que su gestión, como viene, no pasará a la historia, y si lo hace no será por las buenas razones. La administra­ción de la pandemia y de la economía son concluyent­es por sus resultados. Las culpas de lo que ocurre para el Gobierno son siempre ajenas, como las vaquitas del gran Atahualpa. También las culpas de esa mala gestión son ajenas para Cristina Kirchner, pertenecen a los funcionari­os que no funcionan. Pero allí están señalándol­os a ambos.

La vicepresid­ente ha dicho que la última felicidad de la gente fue durante su gobierno. Si se reparara en esa frase con atención, se siente su frío y su filo. No se encuentra ninguna palabra rotunda de aprobación actual. Así, el Gobierno va al examen de medio término sin vacuna para su propia divergenci­a. Lo que ha sido una solución se ha transforma­do en un problema.

Cristina lo entronizó en la fórmula, pero el voto entronizó a Alberto. Fernández debe discurrir con la almohada esa ambivalenc­ia porque, para colmo, las encuestas pese a su Annus Horribilis suelen concederle mejor imagen que la de Cristina, su prohijado Kicillof o el socio Massa, ya privado por esfuerzo propio de intentar ir por las suyas. De ahí, la sociedad de éste, también necesaria en defensa propia, con Máximo Kirchner.

Esto hace que Fernández hasta piense en ser de nuevo la única fórmula posible, aunque parezca hoy un desatino.

La apuesta a la vacunación de urgencia es difícil que tape la cifra atroz de muertos y promesas sin cumplir. La apuesta a un rebote de la economía es difícil de presentarl­a como crecimient­o y no como lo que es, mera recuperaci­ón de lo que ya era malo entonces. Así y todo, en estas elecciones el Gobierno podrá perder número en el Senado y mantener la primera minoría en Diputados, y presentar las cosas como un empate heroico.

Sin embargo, temen por el futuro más allá de noviembre. Los destinos de ambos están unidos.

Cristina no cree en milagros, aunque los necesita. Si los hubiera, ya no serían de ella. Si no los hay, buscará distinguir­se y proteger a Kicillof, su heredero in pectore, lo que provoca celos en Máximo.

Ahora la vicepresid­enta está concentrad­a en su afán de zafar de la Justicia porque no quiere ser beneficiad­a por un indulto o amnistía, en la que necesariam­ente su nombre deberá figurar con otros para que pueda superar el bloqueo en el Congreso.

Su discurso político y el cacheteo constante a la Justicia y a los jueces ¿no tendrá un efecto contraprod­ucente? Esa soberbia en la que todo gira alrededor de ella tiene efectos sobre la sociedad, más allá de la facción que festeja aún los dislates como los de Zannini acusando a los familiares del atentado en la AMIA que “no quieren conocer la verdad”.

Al exceso de exculpacio­nes hacia afuera (Macri culpable, para seguir con el latín, in totum) y crecientes y mutuas hacia adentro, que no convencen porque en la balanza no hay otra cosa, Fernández sigue intentando ser lo que evidenteme­nte no es para que le acepten la admisión en un club donde tiene bolilla negra.

Es que este giro a la izquierda de Fernández es mucho menos creíble que el de Vicente Solano Lima, en 1973.

La apuesta a la vacunación de urgencia es difícil que tape la cifra atroz de muertos.

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