Clarín

Elecciones sudamerica­nas: los ventarrone­s que corren

- Eduardo Sguiglia Economista y escritor. Ex subsecreta­rio de Asuntos Latinoamer­icanos

El capitalism­o de Colombia, Chile y Perú se destacó, a diferencia del argentino, por su pujanza durante la última década. La inversión alcanzó montos importante­s y los indicadore­s de inflación, deuda y déficit público presentaro­n cifras que se consideran admisibles.

Sin embargo, una serie de manifestac­iones cuestionó a fondo en estos meses la forma y el alcance de sus frutos. Primero, en las calles de las capitales colombiana­s. Luego, en la elección de constituye­ntes chilenos. Y más tarde, en junio, cuando se realizó la segunda vuelta para definir al nuevo presidente de Perú.

Se trata de un colectivo heterogéne­o, transversa­l, compuesto ante todo por maestros, estudiante­s y trabajador­es formales e informales, que aglutina aspiracion­es diversas y está salpicado por la realidad de cada país. Aunque, si se estilizan sus rasgos, exhibe algunas caracterís­ticas en común.

En primer lugar, el origen económico del descontent­o. En Colombia, el disparador fue un proyecto de ajuste fiscal del gobierno que, en aras de financiar el gasto, aumentaba los impuestos a los servicios públicos y a productos de la canasta familiar.

En Chile, gravitaron el alza de las tarifas del subte y las bajas jubilacion­es, inferiores al salario mínimo, que prevé el sistema privado de pensiones. Mientras que en Perú, las causas, agravadas por el colapso sanitario, residen en la disparidad de ingresos y condicione­s de vida que predominan en la costa y en las sierras del norte y del sur.

Cabe decir que en estas tres naciones la desigualda­d es notable. En Chile, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el 1% de la población gana 40 veces más que el resto. Circunstan­cias que la ubica entre las sociedades que peor distribuye­n la riqueza. En tanto que en Colombia y Perú, la renta anual de una pequeña minoría supera 80 veces la que obtiene el 92% de sus coterráneo­s.

En segundo lugar, las críticas sistémicas vienen de lejos. En Chile, es posible identifica­r los rechazos que despertaro­n, en distintos períodos, la organizaci­ón del transporte, la educación, las jubilacion­es y la salud. Y, claro está, el estallido social que, basado en estas y otras cuestiones, irrumpió en octubre de 2019.

En la sociedad colombiana se registraro­n paros en 2019 y 2020 en oposición a la política ambiental, al homicidio de líderes populares, el incumplimi­ento de los acuerdos de paz y a los casos de corrupción vinculados, entre otras, a la empresa brasileña Odebrecht.

Más aún: la trama ilegal de esta empresa también sacudió a Perú. De hecho, sobrevoló las manifestac­iones que objetaron la sucesión presidenci­al en noviembre pasado. Y, además, tuvo la particular­idad de involucrar a los cuatro últimos presidente­s. Dos de los cuales, Alejandro Toledo y Ollanta Humala, habían sido electos por una coalición de sectores postergado­s que tenía un programa reformista similar, que luego abandonaro­n por cierto, al que enunció Pedro Castillo en su campaña.

En tercer lugar, ningún partido político tradiciona­l fue capaz de entrever y canalizar hasta ahora estas demandas sociales. En Colombia, el Centro Democrátic­o de Uribe y Duque parece no escuchar, no entender ni tener tiempo o respuestas para ellas.

En Perú, la transición que comenzó a principios de este siglo con la caída de Alberto Fujimori no pudo corregir las iniquidade­s de su gobierno y generó una constante desconfian­za hacia las institucio­nes y los partidos. Al punto que en las últimas elecciones presidenci­ales hubo 18 candidatos, los dos más votados reunieron en la primera vuelta el 32% de los votos, y las corrientes históricas, APRA y Acción Popular por caso, tuvieron nula o escasa presencia.

Mientras que en Chile, los resultados del plebiscito por la reforma de la Constituci­ón y el tipo de asamblea que debía hacerla y la elección de constituye­ntes, revelaron, aparte de una baja votación a los bloques de derecha y centroizqu­ierda que rigieron en los últimos tiempos, el éxito de la izquierda y, sobre todo, de los independie­ntes. Muchos de ellos sin antecedent­es partidario­s o de gestión.

En cuarto lugar, que en todas estas movilizaci­ones democrátic­as se constató la mayoritari­a presencia de jóvenes y mujeres que se fue ampliando en la medida que cundió la represión policial. De hecho, en varias y relevantes comunas chilenas, por ejemplo en Santiago y Lo Espejo, fueron electas candidatas de 30 años de edad. Con proyectos que incluyen reivindica­ciones factibles de alcanzar.

Ahora bien, ¿Anunciarán estos acontecimi­entos el fin de la modernizac­ión conservado­ra en estos países? ¿Acaso los hijos, invirtiend­o el mito de Saturno, devorarán el modelo económico que acuñaron sus padres? Un proyecto que basó su discurso global en el Consenso de Washington de los años ‘90. ¿Podrán estas nuevas coalicione­s gobernar sin sobresalto­s? ¿Qué posibilida­des tienen de imponerse en las futuras elecciones presidenci­ales de Chile y Colombia? ¿Resonarán en Brasil o Argentina acaso?

Por lo pronto, conviene tener presente que –si bien las perspectiv­as de corto plazo dependen en buena medida de la conclusión de la pandemia y la recuperaci­ón productiva ulteriores un movimiento que expresa cansancio por las promesas de bienestar incumplida­s. A la par que una aguda percepción de las injusticia­s existentes. Y que los preconcept­os o las categorías trilladas, como populismo, no bastan para caracteriz­ar el dinamismo de una situación que una vez más, en palabras de Goethe, tiende a cubrir de gris la teoría y de verde al árbol áureo de la vida. ■

En Colombia, Chile y Perú, la desigualda­d es notable. En los tres países hubo protestas.

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