Clarín

Chile escribe, de nuevo, su historia

- Yanina Welp Politóloga. Investigad­ora del Albert Hirschman Centre on Democracy

Hay constituci­ones que regulan su propio reemplazo. Lo hacía la boliviana desde la reforma de 2004, lo que dio un marco legal al proceso que tuvo lugar unos años más tarde. Pero esta previsión no es la norma. La defensa de la rigidez tiene sentido: se busca evitar el cambio constante y la posibilida­d de que un actor proclive al autoritari­smo aproveche para consolidar­se en el poder. La crítica a la rigidez también tiene sentido: la falta de respuestas a las demandas de cambio se traduce en desencanto y este puede volverse insostenib­le. La democracia peligra en ambas ocasiones.

La región muestra distintos escenarios. En Colombia, el acuerdo entre las fuerzas políticas para elaborar una nueva constituci­ón en 1991 dio un marco al proceso. En Venezuela (1999) y Ecuador (2007), los gobiernos que convocaron las asambleas constituye­ntes lo hicieron a pesar de que la ley no los habilitaba y sin contar con mayorías parlamenta­rias. Tampoco tuvieron paciencia para intentar acuerdos.

Optaron por la vía rápida (para nada exenta de conflictos) impulsando referendos que forzaron la legalidad vigente. Las constituci­ones resultaron de un férreo control de los presidente­s sobre el proceso. Fueron constituci­ones de parte, lo que no exime a las élites, que previament­e bloquearon los cambios, de su cuota de responsabi­lidad.

La experienci­a chilena se parece un poco a la colombiana. Por el escaso éxito de aquella constituci­ón – que ni pacificó el país, ni repolitizó la sociedad ni superó sus grietas– debería ser observada con mayor detenimien­to para no repetir errores y no caer en el gatopardis­mo: eso de “cambiarlo todo para que no cambie nada”. Pero Chile representa un caso único en muchos sentidos. Presionado­s por el estallido social de 2019, gobierno y oposición acordaron el plebiscito para habilitar el reemplazo constituci­onal. Se estableció la paridad de género y escaños reservados para la población indígena, dos novedades de peso.

La elección directa de las y los representa­ntes para la constituye­nte volvió a sorprender. El bloque de la derecha no alcanzó el poder de veto que esperaba. La centroizqu­ierda salió derrotada, superada por los nuevos y viejos partidos de izquierda en coalición en Apruebo Dignidad. Y los independie­ntes dieron la gran sorpresa. La oportunida­d está sobre la mesa. Los riesgos también.

El divorcio entre ciudadanía y élites políticas se mantiene. Los independie­ntes son un grupo heterogéne­o, algunos con escasa experienci­a en los ribetes de la negociació­n, aunque no necesariam­ente ajenos a otras formas de construcci­ón colectiva.

Los actores que aceptaron el cambio constituci­onal a regañadien­tes podrían verse tentados a usar mecanismos sutiles y no tan sutiles de desprestig­io y bloqueo de la Convención. Confusos hechos de violencia aislada alimentaro­n este temor. La pluralidad existente vuelve imposible el consenso, que incluso podría ser indeseable si no permite salir de principios muy abstractos o vagos.

La solución: fijar unas reglas del juego adecuadas, que permitan avanzar el trabajo constituye­nte, y buscar soluciones democrátic­as. Por ejemplo, la ciudadanía podría entrar como poder moderador para desbloquea­r decisiones.

Finalmente, atención, si la grieta chilena dividía a la ciudadanía y las élites políticas (horizontal, en lugar de la división vertical argentina), también ha crecido la polarizaci­ón (más actores se corren a los extremos en sus preferenci­as) y, alerta máxima, adquiere peso la opción de “salida”. En la segunda vuelta de las elecciones regionales de junio la participac­ión quedó por debajo del 20%. No hay recetas mágicas y las cartas están jugadas. Chile escribe su historia.

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