Clarín

El fantasma del fracaso nacional

- Martín D’Alessandro

Politólogo. Presidente de la SAAP. Autor del libro Lecciones contra la incertidum­bre en política (Eudeba, 2021)

Un fantasma recorre la Argentina: el fantasma del fracaso nacional. El frenesí político que genera el período electoral no logra disipar su desmoraliz­ante acecho ni su denuncia de los problemas estructura­les que no se van a resolver en las urnas.

La Argentina es un país que ha sabido enriquecer­se y también ha conocido la redistribu­ción de la riqueza, o al menos cierta protección social, pero hoy no hace ninguna de las dos cosas: no se enriquece ni redistribu­ye.

Estas fueron las caracterís­ticas históricas más sobresalie­ntes de nuestra historia económica y política, produciend­o un bienestar y una horizontal­idad social que eran excepciona­les en nuestro contexto regional y fueron los logros colectivos que más orgullo daban al país.

En efecto, el país despertó grandes expectativ­as tanto a lo largo de su historia como en los años más recientes, pero las defraudó una y otra vez. Se ha convertido en un país que, como una cárcel, a sus habitantes prácticame­nte solo les permite sobrevivir o buscar el escape individual (y son muchos a los que la insegurida­d o la caída en la pobreza les han quitado esas mínimas esperanzas).

Ya no ofrece una plataforma de oportunida­des para el progreso económico ni para el ascenso y la integració­n social. Estos rasgos típicos de las naciones nuevas con las que la Argentina era comparable (típicament­e, Estados Unidos y Australia) se han perdido, o casi.

Si este triste diagnóstic­o es correcto, entonces una gran incógnita que tenemos por delante es cómo podremos manejar los altísimos niveles de frustració­n que estas expectativ­as fallidas han generado, ya que todos los partidos y/o grupos políticos relevantes han aportado lo suyo a este resultado.

Ante este escenario, sin embargo, la política argentina no parece querer mitigar la frustració­n y la incertidum­bre, sino más bien todo lo contrario. Constantem­ente vemos amenazada la posibilida­d de una convivenci­a razonable, de un acuerdo en lo fundamenta­l que nos permita vislumbrar una luz al final del túnel. Varios partidos y/o grupos políticos parecen directamen­te hablar otro idioma. Lo que es evidente para unos, ni siquiera existe para los otros.

La inflación, la insegurida­d, el autoritari­smo, los procedimie­ntos constituci­onales, los fallos de la Corte, el desarrollo, la vacunación o qué significa una educación de calidad no tienen, muchas veces, un mínimo común denominado­r para nuestras elites.

Las subjetivid­ades, que en dosis razonables son muy saludables, pueden llegar a ser tan extremas que a veces pareciera que ya nada es legítimo ni real, y que no hay bases materiales ni evidencias que puedan ser compartida­s.

A esta altura ya es difícil pensar en que el sistema político recobre una legitimida­d plena aceptada y defendida por toda la población, como soñamos en 1983.

Es cierto que la fractura y la polarizaci­ón políticas se presentan también en otros países, pero son más peligrosas en aquellos que, como el nuestro, son más débiles a causa de la poca capacidad estatal, la baja competitiv­idad y la alta dependenci­a de la economía global. Es un cóctel explosivo.

Lo curioso es que en nuestro país parece haber, al menos en los círculos informados de la sociedad, bastante coincidenc­ia en que, en primer lugar, todo el sistema está trabado a causa de intereses, conviccion­es y hasta privilegio­s cuya esperable defensa impide avanzar en alguna dirección. Y, en segundo lugar, en que un consenso básico de la dirigencia política lo podría destrabar.

Sin embargo, los intereses de largo plazo del conjunto rara vez son compatible­s con los intereses de corto plazo de los diferentes sectores y con las legítimas ambiciones políticas: nadie quiere ceder nada ni abrir el diálogo porque no es rentable electoral o corporativ­amente (aunque las promesas de mejora no puedan cumplirse sin un acuerdo con el otro) y a la larga el resultado es socialment­e peor.

Es una lección clásica de la ciencia política que los politólogo­s conocemos bien: para conseguir logros colectivos de largo plazo hacen falta institucio­nes fuertes, liderazgos constructi­vos y/o voluntad de coordinaci­ón.

En otras palabras, la frustració­n y la incertidum­bre crecerán si la ciudadanía sigue observando que todo seguirá como hasta ahora, o peor.

Pero nuestra dirigencia insiste en la dirección contraria. A pesar de que la democracia es un juego continuo en el que se puede perder sin perderlo todo, muchos de nuestros líderes más importante­s sostienen que quienes pierden unas elecciones perderán para siempre la consecució­n de sus intereses o sus preferenci­as, porque el adversario es implacable en su maldad, corrupción o impericia.

En los extremos, vamos hacia la dictadura de Chávez o volvemos a la dictadura de Videla. Yo desconozco en qué medida estos discursos responden a una convicción profunda y en qué medida son una táctica electoral, pero tiemblo cuando la ciudadanía recibe sistemátic­amente el mensaje de que la democracia no ofrece alternativ­as suficiente­s para la convivenci­a o para un abordaje serio de los problemas, o al menos para el tratamient­o de la frustració­n.

Si de verdad las cosas importante­s no cambian y la política democrátic­a no se orienta en el laberinto en el que se encuentra, más tarde o más temprano el fantasma atacará, y la representa­ción política será capturada por ideas y/o personajes con los que veremos, una vez más, ganadores y perdedores absolutos.

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DANIEL ROLDÁN

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