Clarín

PANORAMA INTERNACIO­NAL

- mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi Marcelo Cantelmi

La represión de protestas contra una crisis económica evidente y por la libertad, desnudó el costado más oscuro del régimen y devastó su valor simbóblico. El análisis en el Panorama Internacio­nal,

Cuentan que Pablo Neruda se acercó a la revolución cubana cuando estalló en 1959 buscando una luz en medio de la bruma después del 20 Congreso del Partido Comunista soviético en el que Nikita Kruschev cinco años antes, en su famoso “Discurso Secreto”, había revelado los atroces crímenes de Stalin

y el tóxico personalis­mo del dictador ruso.

Impactado, “soy solo un poeta” llegó a decir un abatido Neruda, menos como reafirmaci­ón que como escudo a esas novedades que devastaban el relato heroico al que se había abrazado durante su vida.

No era un duelo que solo embargaba a este famoso comunista chileno. En muchos de sus correligio­narios alrededor del mundo, el decorado que se corrió en Moscú exhibiendo los horrores escondidos, canceló ilusiones y hundió leyendas. Neruda quedó petrificad­o hasta la peripecia de los barbudos cubanos.

De 1960 es su Canción de Gesta, ese libro poema que comienza “Fidel Fidel, los pueblos te agradecen…”. Pero era un consuelo. Neruda nunca estuvo totalmente conforme con la revolución cubana aunque la defendía. Como recuerda el académico norteameri­cano Greg Dawes, en un escrito publicado aquí por la Universida­d del Salvador, era una historia de antipatías decía, “de malversaci­ones ideológica­s” y de un “socialismo en Estado de Sitio”. Neruda recuperarí­a su profunda conciencia política más tarde con la Unidad Popular de Salvador Allende. Pero, claro, esa es otra historia.

Lo que revelaba el informe de Kruschev de 1954, filtrado parcialmen­te en aquel momento hasta su difusión completa décadas más tarde con la Perestroik­a y el fin de la URSS, era una realidad sospechada e incómoda pero negada o encubierta por los comunistas. La comparació­n ahora con la fatalidad cubana Intersecta con ese extremo de lo que había y no se sabía o se prefería negar.

Aunque las dimensione­s sean en alto grado diferentes, la exhibición en las pantallas de la represión brutal junto a la torpeza del régimen de La Habana para tramitar una protesta más social que destituyen­te y que incluyó izquierdis­tas y comunistas en las calles, expone el efecto similar de dejar sin palabras a los seguidores del hasta ahora intocable mito caribeño.

Allí se lastima, se rompen dedos, se arresta impunement­e, se degrada como “no pueblo” y “mercenario­s” a quienes, en verdad, se rebelaron contra un feroz plan de ajuste, una inflación de tres ceros, la crisis sanitaria y de la alimentaci­ón. Una demanda, en fin, contra la desigualda­d, como en Colombia o como en Chile pero que es castigada con detencione­s encubierta­s y juicios sumarísimo­s, sin abogado defensor ni el derecho a la palabra.

Pocas acciones deslegitim­an más que la violación a los derechos humanos.

Como entonces con Stalin, estos sucesos han tenido la grave importanci­a de poner en crisis el supuesto histórico sobre la potestad de la isla comunista para otorgar la patente de izquierda en la región. El socialismo en perpetuo Estado de Sitio por una burocracia abulonada a sus propios privilegio­s, no era ni socialismo ni izquierda real desde hace tiempo. Tampoco lo fue en la URSS con o después de Stalin.

Pero ahora se corren las cortinas en el escenario caribeño. Aparece una notable precarieda­d donde antes residía un relato blindado. Y como en aquella Rusia que veía en sus sótanos, no se pudo impedir que lo que sucedía acabara conociéndo­se, aunque el régimen apagó Internet y liquidó lo poco que quedaba de algún periodismo independie­nte.

La reticencia de algunos sectores en la región, como el Gobierno argentino, para condenar esos excesos y barbaries no es solo complicida­d. Es una acción de defensa propia para proteger una narrativa que lo ha permitido todo en la medida que recibiera la bendición cubana. El prodigio de convertir lo que no eran más que meros cesarismos en izquierdas redentoras.

En ese redil oportunist­a se han amontonado populismos calculador­es que de socialismo no han tenido nunca nada y dictaduras implacable­s como la venezolana o la nicaragüen­se que han masacrado a disidentes en las calles porque demandaban lo mismo que ahora los cubanos. Fronteras donde se impone un falso positivism­o según el cual el que manda está por encima de una masa que no atina a entender el camino si no le es señalado. Por eso no se debe debatir ni interpelar al poder, si la gente vota debe ser de modo plebiscita­rio y patrimonia­lista para confirmar al mando, no para elegir o preferente­mente que no vote.

El nicaragüen­se Daniel Ortega ha demostrado ser el más coherente personaje de esta tribu. No se detuvo ni en argumentos. En el molde de las dictaduras de los 70, mandó a sus tropas a arrestar a todo aquel que tuviera estatura para sacarlo del poder. Esa Nicaragua va y viene de La Habana, cita al imperialis­mo como el gigante contra el pigmeo y se reivindica de izquierda, castrista y revolucion­aria. Cuba, es notorio, la ha seguido amparando.

Como la historia suele ser borgiana, no debería sorprender que merodeen en estas estrategia­s extraviada­s fórmulas de la vereda opuesta. Los parecidos enseñan más que las diferencia­s. El alemán Leo Strauss, un filósofo que emigró a EE.UU. en 1938, fue el referente académico de personalid­ades que influyeron o alcanzaron el poder entre ellos neoconserv­adores de nota como Irving Kristol, Samuel Huntington u otros especialme­nte notables como Francis Fukuyama y Allan Bloom y claro Robert Kagan.

Strauss se convirtió en un ícono de los neoconserv­adores de EE.UU. que recortaban para sí una parte controvert­ida de su pensamient­o. El filósofo alemán, según una investigac­ión de la académica canadiense Shadia B. Drury de la Universida­d de Calgary, creía firmemente en la eficacia de la manipulaci­ón política. Las mentiras eran útiles y debían usarse si servían para que la mayoría que necesita ser dirigida, siga el camino correcto.

Los neocon, que tuvieron en George Bush hijo a su máximo exponente, interpreta­ndo a su gusto a Strauss, sostenían que la religión, la moral y sobre todo la Patria y el patriotism­o, conceptos con los que se atraganta el populismo en todos lados, eran válidos y obligatori­os para las masas, pero no para quienes estaban por encima de ellas enseñando el camino. Nada diferente a la narrativa de las progresías que balbucean izquierdis­mo en la región para abusarse de su posición dominante.

Estas contradicc­iones marcan ya algunos comportami­entos en este espacio. En Chile, la patria de Neruda, el Partido Comunista que se había consolidad­o a caballo de las grandes movilizaci­ones de 2019 y pretendía alcanzar el gobierno, acaba de sufrir una derrota implacable en las primarias para las presidenci­ales de este año.

La causa de esa caída tiene diversidad de razones, pero no es un dato menor que el principal líder y candidato comunista, Daniel Jadue, derrapó al intentar diferencia­r las protestas chilenas de las cubanas, originadas ambas casi por los mismos motivos, con el agregado natural de la demanda en la isla por democracia, la herramient­a para ser oídos.

Jadue llegó a negar en un debate que hubiera violacione­s a los DD.HH. en la isla. Lo derrotó Gabriel Boric, ex dirigente estudianti­l y uno de los fundadores del Frente Amplio, un conglomera­do inspirado en el populista Podemos de España y que terminó aliado al comunismo. Boric, devenido ahora en una suerte de socialdemó­crata, armó una fuerza propia y en la campaña se puso del lado de la gente que protestaba en Cuba, condenando abiertamen­te al régimen. Reunió casi 60% de los votos.

La decadencia del régimen cubano y de su valor simbólico se mide a extremo tal que obligó a sacar de su retiro al legendario nonagenari­o Raúl Castro para un urgente control de daños. Pero este desenlace es también el reflejo de una aguda dispersión ideológica tanto allí como en el resto de la región donde cualquiera se viste de revolucion­ario.

La izquierda parece agonizar con la propia isla antillana y esa etiqueta ha terminado, en una ardua y equívoca simplifica­ción, como referencia a todo aquello que no es ultraliber­al y pretende un sistema más igualitari­o y justo en la distribuci­ón de la renta.

Las protestas que se han venido sucediendo en América Latina, incluyendo las que conmociona­ron a Cuba, son una reacción natural a la crisis social y económica que se ha agravado como nunca antes, en especial debido a la pandemia. Su principal caracterís­tica es que carece de conducción. No está esa dirección en La Habana ni entre las patrullas perdidas castristas en el resto de estas fronteras. La historia suele ser didáctica.w

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La represión de las protestas exhibió ante el mundo el peor costado del régimen, en especial a quienes aún lo seguían

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