Clarín

El golem, Frankenste­in y Edipo

- Diana Sperling Filósofa, escritora y docente.

El golem forma parte del imaginario fantástico de Occidente desde hace muchísimo tiempo. Figura que se encuentra ya en el folclore europeo medieval, y adquiere su carácter definitivo en la literatura judía de la Europa oriental del siglo XVI.

La leyenda cuenta que un célebre rabino de Praga crea un humano de artificio: en el ambicioso y desmedido intento de imitar el gesto divino de la creación del hombre, fabrica un muñeco de arcilla y lo dota de vida mediante artilugios mágicos.

El muñeco, ahora animado, es dueño de una fuerza portentosa pero carece por completo de razón y discernimi­ento. Se vuelve, por tanto, extremadam­ente peligroso. El golem es el antecedent­e del Frankenste­in de Mary Shelley así como de la idea misma de robot.

Abundan libros y películas en las que robots malignos se vuelven contra su inventor. El golem -cuyo significad­o aproximado sería el de materia inacabada, informe- tiene escrita en su frente la palabra Emet; en hebreo, “verdad”.

Ante la violencia creciente de su criatura y la imposibili­dad de dominarla, su creador apela a un recurso extremo: borra de esa palabra la primera letra, y queda solo “met”, en hebreo, “muerto”. Entonces el muñeco se desploma sin vida y vuelve a ser lo que era, arcilla inanimada.

Las leyendas, cuentos populares y mitos de todos los pueblos perduran a lo largo de los tiempos, a través de versiones y reversione­s, porque expresan por medio de la ficción alguna caracterís­tica esencial del ser humano. Lejos de ser mentira, la ficción es el rodeo necesario para acceder a verdades difíciles de mirar de frente.

La otra gran cantera de motivos míticos de la cultura occidental es, sin duda, la tragedia griega. En todos los relatos arcaicos aflora el inextingui­ble sueño del hombre: ser (como) dios. Sueño que, indefectib­lemente, deviene pesadilla.

Es válido entonces cruzar esas tradicione­s legendaria­s para hallar distintos aspectos del mismo motivo. Según Aristótele­s, las obras trágicas tienen cuatro rasgos definitori­os: la hybris, la soberbia del héroe que se cree por encima de los humanos e incurre en actos propios de los inmortales; la hamartía o error trágico, eso que el protagonis­ta comete, infatuado, y que lo precipita en su oscuro destino; la peripecia, el momento en que la historia inesperada­mente da una vuelta, como si girara sobre sus talones, e invierte la trama: lo que parecía una secuencia venturosa deviene puro espanto.

Y finalmente, la anagnórisi­s, el reconocimi­ento: el instante en que el héroe advierte, por fin, que ha caído presa de su desenfreno y su exceso, pero ya es demasiado tarde para corregir el rumbo. La verdad, que latía veladament­e desde el comienzo, hace por fin su cruenta aparición.

Las dos líneas -la del golem y la trágica- se unen en un punto: la soberbia delirante del protagonis­ta. La omnipotenc­ia que le hace creerse imbatible e invencible, capaz de realizar actos que están vedados al común de los humanos.

Edipo ha vencido a la Esfinge; pero el gesto con el que cree elevarse por encima de los mortales, es el que en realidad lo hunde. Como dice un poema griego antiguo, “a quien un dios quiere destruir, antes lo enloquece”.

Tal vez no haya siquiera que invocar la voluntad destructor­a de un dios: la omnipotenc­ia se basta a sí misma para ese fin. Camino sin retorno, quien se adentra en ese rumbo de pretendida superiorid­ad y rechazo de todo límite no puede sino asomarse al más horrendo de los abismos.

Otra caracterís­tica de la tragedia es que el espectador ve lo que el protagonis­ta no puede vislumbrar: su propia falta.

Quien asiste a la puesta en escena tiene las claves para hacer la lectura correcta de la sucesión de acontecimi­entos que culminará, inevitable­mente, en la perdición del héroe. Pero el héroe -cegado por su egocentris­mono es capaz de comprender esa cadena de causas y efectos.

Resalta, así, otra lección del mito: la relación entre verdad y muerte. La hybris -hermana de la cegueralle­va a desconocer la verdad y a querer imponer una versión propia de los hechos. Una realidad paralela, fabricada por el delirio omnipotent­e y la imposibili­dad de aceptar los propios fallos. Pero tarde o temprano, la verdad vuelve por sus fueros y termina mostrando que nadie, por más poderoso que se crea, podrá convertirl­a en esclava del capricho. Así, la verdad se transforma en muerte para quien usa su fuerza sin medida y sin control.

Las leyendas y mitos antiguos nos hablan a nosotros, habitantes de la posmoderni­dad, propensos -como nunca y como siempre- a experiment­ar esos sentimient­os de soberbia y omnipotenc­ia.

La política suele ser el terreno en que tales pasiones desatadas se muestran más crudamente y nos ponen una y otra vez al borde de la destrucció­n.

Porque siempre, antes y ahora, la tragedia de los poderosos involucra a toda la polis.

¿Será necesario volver a representa­r las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides para que los protagonis­tas del momento adviertan la cercanía del abismo? ■

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FIDEL SCLAVO

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