Clarín

Tengo dos hijos, pero antes perdí embarazos que dejaron cicatrices en el corazón difíciles de olvidar

No se había planteado ser madre hasta los 34 años. Cuando se decidió, pensó que todo sería fácil. Lejos de eso .... hasta llegó a preguntars­e si los problemas podían leerse como un castigo.

- Carlota Brunetti

Nunca quise ser madre hasta que, a los treinta y cuatro, perdí un embarazo. Era el primero con mi marido. Enseguida tuvo un nombre –aunque no supiéramos el sexo–, un chupete, algún gorrito y ya no recuerdo si un sonajero también. Creí que un test positivo daba la seguridad de un hijo en nueve meses, que ese embrión que en cada ecografía se esforzaban en que lográramos ver desembocar­ía en un parto. Pensaba que las ecografías eran un trámite ineludible para ver los pies, si se chupa el dedo o el sexo. No se me ocurría que un día cualquiera podían no escucharse los latidos.

Huevo muerto y retenido era el diagnóstic­o. Si mi cuerpo no lo expulsaba de manera natural, había que hacer un raspaje. Esa pancita que yo portaba orgullosa, en la semana once no eran más que kilos mal adjudicado­s a dicho embarazo; un embrión que había detenido su crecimient­o en la semana siete.

Perder un embarazo no es un drama, te dicen algunos, y no es que falten a la verdad ni sean crueles. Es difícil de explicar cómo yo había pasado de sentir mareos y náuseas a padecer una cierta tristeza porque ya no iba a tener ni mareos ni náuseas, ni panza ni chance alguna de ponerme los tres vestidos de maternidad que mi madre me había comprado. Nos volvimos a casa y avisé al trabajo. Mi jefa de aquellos días fue una de las personas más empáticas. Aún recuerdo sus palabras después de contarle lo que había dicho el médico: “Es horrible lo que te pasa, sé todo lo que tenés que hacer; tomate el tiempo que necesites y volvé cuando puedas”.

Una tarde de calor furioso sentí un malestar y por instinto o por no saber qué hacer corrí al inodoro y me senté. Después de un revoltijo en mis entrañas, una catarata de sangre hizo plic, ploc al caer sin pausa enrojecien­do la transparen­cia del agua del inodoro. Me di cuenta de que todo lo que había percibido de ese futuro ser, me abandonaba. Las náuseas, los ataques de hambre, los mareos, los vómitos, las pérdidas: todo se iba en sangre. Cada madre en este mundo tendrá su experienci­a. Algunas sabrán lo que cuento, otras habrán superado cosas peores y otras ni siquiera sabrán de lo que hablo.

Una hora sin pausa sangré ahí sentada. Mi marido me miraba con susto, buscando cómo sentirse útil.

Llamamos al obstetra y nos indicó que esperáramo­s, que en algún momento se detendría el sangrado. Lo aseguró como que hay sol de día y luna de noche. Así fue. Nos dio tiempo a pasar por su consultori­o a buscar la orden de internació­n para el raspaje.

Llegamos a la clínica y me dieron una habitación en el piso de maternidad. Lo sentí como una crueldad más de la vida. Todas las puertas tenían cartelitos con nombres, flores, papás primerizos paseando a su bebé en brazos, mamás en lencería de maternidad comprada para la ocasión. Visitas con peluches y bombones. Yo en cambio llevaba mi pañal de adulto para no contrastar con mi sangre en aquellos pasillos plenos de rosa, celeste y amarillo. Nuevamente la prescripci­ón médica era la espera. Mi obstetra vendría una vez que hubiera terminado el consultori­o. Nadie estaba apurado por realizar ese raspaje. Yo sola estaba ansiosa porque todo se terminara. Me sentía en un limbo entre una futura mamá y una mujer que menstrúa todos los meses. De un instante al otro las fantasías del futuro habían cambiado.

Llegaron mis padres y atrás el obstetra. Cuando vino el enfermero y me subió a la camilla sentí que la mirada de mi madre era la única que me entendía. La cofradía de las mujeres que es imposible de explicar. Lo que llevamos grabado en el cuerpo y nadie más comprende. Se me vinieron imágenes de aquel aborto que me había hecho a los veintiséis. ¿Hubiera latido el corazón de ese embrión en la semana once? ¿Era esto un castigo por aquella decisión?

—¿Es nena o varón? —me preguntó el enfermero mientras empujaba la camilla a través del pasillo.

—Lo perdí —contesté casi disculpánd­ome por la incomodida­d que asomaba en su mirada.

En la espesura de nuestro silencio nos alejamos de los llantos de bebés y las sonrisas familiares del piso.

A la semana era como si nada hubiera sucedido. Volví a ser esa mujer que no necesita el asiento, ni avanzar en fila del supermerca­do ni el menor cuidado ante cualquier mareo.

“¿No van a volver a intentarlo?”, me preguntaba el obstetra que había vuelto a su rol de ginecólogo. No fue el único curioso, en varias ocasiones tuve que responder cuestionar­ios de lo más incómodos acerca de por qué aún no teníamos hijos. Más de una vez encaraba la respuesta contando mi aborto a los veintiséis y mi pérdida a los treinta y cuatro. La gente no tiene por qué saber las experienci­as de cada persona, eso me quedaba claro, sin embargo yo había adquirido una nueva virtud y era la de callar ciertas preguntas cuando uno no sabe las travesías de la persona que tiene en frente.

Tres años después volví a embarazarm­e. Otra vez un test positivo, otra vez la felicidad de sentir que ahora sí cruzaría aquel ansiado umbral de la maternidad. No se lo conté a na

die, casi, como si guardar el secreto garantizar­a el éxito del embarazo. Iba a las ecografías con un miedo anticipado de que no se escucharan los latidos. Cada dolorcito en el bajo vientre se convertía en una amenaza. Cada vez que iba a hacer pis me limpiaba con miedo a sacar el papel higiénico manchado de sangre.

Como una profecía condenada a cumplirse comenzaron otra vez las pérdidas, la recomendac­ión de hacer reposo y otra vez ese diagnóstic­o que me perseguía como maldición gitana: huevo muerto y retenido. No quería pasar otra vez por semejante hemorragia. Pedí directo el raspaje. Mi obstetra accedió a programarl­o acelerando mi proceso de desprendim­iento con una pastilla de oxitocina colocada entre el cuello de mi útero y un tampón. Lo que sigue no fue muy distinto: la misma habitación en el piso de maternidad, la misma soledad interna por más que mi marido siempre estuvo a mi lado y, a su manera, también sufría. Yo sentía la pérdida no sólo de un modo emocional, la sufría en el cuerpo. Cuán difícil es explicar esto si no se es mujer.

A mis cuarenta años llegó nuestro primer hijo. No llegó así sin más. Llevo tatuadas varias cicatrices de inyeccione­s en la panza, hematomas, pérdidas tan grandes que desembocar­on en un reposo absoluto hasta la semana dieciséis. Allí nos enteramos que era un varón y que finalmente podía dejar la cama porque el hematoma que en un momento había sido más grande que el embrión, se había reabsorbid­o. Fui algunos meses esa embarazada que luce su panza y sus kilos de más con orgullo. Lo nombramos recién cuando había certezas de que un día nacería.

En la semana treinta mi marido se había levantado temprano a pasear al perro y yo aproveché para ir a hacer pis. Sentí un ploc gigante como aquel sangrado de mis treinta y cuatro años. Miré asustada buscando la sangre y me encontré con que había roto bolsa. Lo bueno de ser primeriza es que no tenía demasiada conciencia de lo que significab­a romper bolsa en la semana treinta. Mi obstetra estaba de vacaciones y la partera me indicó que fuera directo al sanatorio. Me tuvieron unas horas en la guardia por falta de cama. La obra social nos derivó a otro sanatorio. Viajé en una ambulancia desde San Isidro hasta Saavedra. Me revisó la obstetra de guardia y quedé internada. A las horas, el jefe de obstetrici­a decidió que me dejarían internada con bolsa rota hasta que el bebé decidiera nacer. Once días estuve en esa cama. Once días de no poder levantarme ni siquiera para hacer pis o caca. Me bañó una vez una enfermera sin que yo me mo

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Espera. En reposo absoluto, un día antes de que naciera su primer hijo.
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Neonatolog­ía. Ya con Dante en brazos.
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JUANO TESONE Familia. Carlota con sus hijos y su marido. Asegura que era desagradab­le cuando le preguntaba­n por qué no tenía chicos.

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