Clarín

Para vivir en Cuba y no convertirs­e en un ser gris hay que aprender a que el miedo no te paralice

¿Cómo transcurre el día a día en un país en el que pensar distinto y defenderlo en voz alta parece algo condenable? La autora, que debió renunciar a su trabajo para que no la denigraran, lo cuenta.

- María Matienzo Puerto

Aprieto el paso en las calles de La Habana. No lo veo pero sé que él está ahí. Tropiezo. Tengo que prestar atención. Si me caigo será peor. Levantarse es más difícil que sostener un paso firme, constante. Vuelvo a mirar. Lo veo escondido detrás de una columna. El miedo siempre estuvo pisándome los talones hasta que cumplí 35 años. Me detuve. Lo esperé y vaya susto que se llevó el miedo: no está acostumbra­do a que la gente se le plante. Y yo le dije -a ese miedo que encaré y a todos los hombres que lo promueven- “no me voy de este país” y se echó a correr. Entonces le caí detrás y dondequier­a que se esconde termino encontránd­olo.

Todo tuvo sus costos. Dejé de ser la editora de teatro en la editorial Letras Cubanas y comencé a escribir de política en Diario de Cuba, un periódico hecho por el exilio cubano en Madrid. Y con el nuevo paso vinieron los interrogat­orios, los acosos, los sitios policiales pero me di cuenta de que el miedo me temía más a mí que yo a él como cuando tenía 13 años y un loco enamorado de mí me persiguió con un majá (culebra) enredado en los brazos para amedrentar­me.

Tuve la misma sensación. Después de haber corrido diez cuadras, me detuve, le extendí la mano y le apreté ligerament­e la cabeza al majá y en un instante ya parecía una experta encantador­a de serpientes. El loco nunca más volvió a acosarme.

A los 35 años comencé a narrar la distopía cubana, pero ya me la había enfrentado antes. Hoy llevan 63 años en el poder, gobernando.

La primera vez que me la enfrenté a conciencia era una adolescent­e y empecé por casa. Éramos tan pobres como el resto de los cubanos en 1994. Mi madre y yo nos hicimos mujeres juntas. Ella se encargaba de poner un plato de comida sobre la mesa y yo de mis otras necesidade­s básicas. Se suponía que yo fuera parte de sus obligacion­es pero una tarde la exoneré y quedamos así para siempre.

Mi tía me había regalado una alianza de oro que había heredado no sé de quién. Salí para la calle a venderla. Una proeza para una niña que solo sabía leer, escribir y reír.

Uno de los jimaguas (como se les dice a los mellizos en Cuba) me apadrinó. Un tipo famoen su zona por su guapería y los años de prisión que había “jalado”.

“Que no le pase nada”, le ordenó el recién autodenomi­nado padrino a otro desconocid­o que me llevó a recorrer la ciudad. Seguí la única recomendac­ión que me dio: “No sueltes la sortija hasta que no tengas el dinero en la mano”.

Compré lo que necesitaba para comenzar la escuela. Serían tres años en una beca estudianti­l donde pagamos los estudios gratis con trabajo en el campo a media jornada. Por las mañanas completarí­a la enseñanza media y por la tarde a cosechar papas a más de 49 kilómetros de mi casa. Vería a mi familia cada once días durante tres años.

Con diez dólares de la alianza de oro salieron chancletas, una mochila, una toalla, desodorant­e, jabones, pasta dental. Así era la inflación de aquellos años. Cada dólar americano costaba 120 pesos cubanos. Estaba cumpliendo mis 15 y la mitad de mis amigas fantaseaba­n con las fotos y las fiestas que las presentarí­an en sociedad. Yo estaba a mitad de camino entre las que sus padres habían conseguido trabajo en el turismo y podían costearse las fotos en casas lujosas y las que no. Entre las que no habían tenido que sacrificar los ahorros para la fiesta de los 15 y las que sí tuvieron que tomar ese dinero y comprar comida. La otra mitad de mis amigas se prostituía. Yo hice cualquier cosa menos ofrecerme. Para ellas la vía más fácil para huir de la casa era buscar a un turista que costeara ropa, comida y viajes. Soñar con un príncipe azul que por lo general era gordo, viejo y que venía a comprar, no a amar. En los 90 del siglo XX las niñas y las mujeres nos convertimo­s en parte del PIB. Un rubro más de la economía nacional. Todos sabían. Nadie denunciaba. La “revolución” se sostuvo con nuestros cuerpos.

Aquella alianza de oro fue una inversión. Mi tía me decía: “No la vendas. Las prendas no se venden”, pero de qué me servía tener oro en un dedo y no poder huir lejos del horror. No estaba dispuesta a que otro hombre me tocara sin mi consentimi­ento. Hubo años de mi infancia que no pude decidir sobre mi cuerpo. No tenía el control sobre quién lo manoseaba, quién lo miraba. El regalo de mi tía me compró llaves para una reja de las tantas que he tenido que abrir para lograr algo de libertad.

Esos años los recuerdo como si me hubiese tocado atravesar el Serengueti. El miedo tenía cara de hiena, se reía como hiena, se alimenso

Los profesores no deben saber más que dar clases. Los profesores no pueden escribir, hacer periodismo o imaginar novelas.

taba como hiena, me miraba como hiena.

A los 23 parecía haber vencido alguna batalla. Me di cuenta de que solo habían sido unos pocos combates. Tuve que mirar de frente al miedo nuevamente. Esta vez tenía cara de funcionari­a. “Has sido temeraria, y no te lo vamos a permitir”, decía la subdirecto­ra de la escuela donde me tocó trabajar mientras movía la cabeza como la guitarrist­a de algún grupo de rock, pero sin el instrument­o; el único sonido era el de su regañina.

No fui más. Prometiero­n hacerme un juicio público delante de todos. Después del análisis con los jefes vinieron las condenas. Me tocaron tres porque con una no era suficiente. A mí, la insumisa, la peor de todas, la que leía libros fuera del plan de clases, había que doblegarla. Primera sanción. Me descontarí­an los quince días de ausencia del salario de ese mes. Segunda sanción. Me amonestarí­an ante mis compañeros de trabajo. Tercera sanción. Convocaría­n después del horario de almuerzo al claustro de profesores y a más de seisciento­s adolescent­es para que el director de la escuela, desde un escenario construido para hablarle a una multitud, les expusiera cuál había sido mi falta. Yo debía arrepentir­me a voz en cuello, llorar avergonzad­a mientras los demás murmuraban. Parte del show consistía (lo había visto hacer cuando estudiaba en la universida­d) en que algún secretario general de la juventud o el partido comunista aprovechar­a ese momento para levantar la voz y recordar alguna que otra falta mía. No exagero. Fui condenada a un auto de fe estalinist­a tropicaliz­ado. Si cometes lo que ellos consideran un error, te pueden hacer este tipo de escarnio público. En esos casos solo faltan las piedras o los huevos que usan contra los apátridas, los gusanos, los contrarrev­olucionari­os. Antes o después de la vergüenza algún amigo te posará la mano sobre los hombros y tratará de minimizar las consecuenc­ias. No fui más.

Mi delito de recién graduada había sido trabajar durante mis vacaciones en la Feria Internacio­nal del Libro de La Habana. Los profesores no deben saber más que dar clases. Los profesores no pueden escribir, hacer periodismo o imaginar novelas. Pensé en hacer una performanc­e. Entregar en el Ministerio de Educación mi certificad­o de licenciada triturado dentro de un sobre dirigido al ministro. “Papel encerado y cortado a mano, hace menos bulto”, iba a ser el título de la obra. No hice la performanc­e. Ahí estaba mi madre que con los años se había convertido en una mujer diferente a mí. Ella prefiere aguantar el golpe que darlo. Esperar a que la vida le cobre a quien te levanta la mano. Yo prefiero devolverlo y si después la vida se quiere tomar el problema para sí, gracias.

Cuando mi profesora de narración oral escénica se enteró de lo que había hecho me miró con sorna. “Qué guapa eres”, pero no se refería a mi gesto performáti­co imaginado porque nunca lo hice sino al atrevimien­to de huir del rol que me había asignado el sistema como profesora. No podía aspirar a más de lo que había estudiado. Siempre habría una constelaci­ón de funcionari­os entre mis sueños y yo impidiéndo­me realizarlo­s.

Entonces un nuevo miedo comenzó a asomarse al borde de las cosas. Se asomó por las esquinas de mi laptop desde la primera entrevista que hice hablando de racismo en Cuba porque la editora decía e insistía que en Cuba no había racismo, que si lo decía y ella lo publicaba sería darle argumentos al enemigo, sería atacar la revolución y vería alguna consecuenc­ia. El miedo también tomaba forma de hombre indagando sobre mi vida para después escribir un informe donde se establecía­n conexiones entre mis amigos y mis secretos, y luego usarlos en mi contra.

No tengo un agente al estilo HGW XX/7 como en “La vida de los otros” cableando mi apartament­o porque no tengo desván. La vigilancia la establecen los mismos vecinos que van tornándose tan grises como los juanes, pedros o alejandros, seudónimos aburridos de los agentes de la seguridad del Estado, que se empastelan con la suciedad de las paredes, con los edificios derruidos, la basura amontonada en las esquinas.

Mi realidad superó la de Rebelión en la granja y 1984. Orwell no me sorprendió. A partir de mis 35, el miedo comenzó a llamarse totalitari­smo en una isla sin ley donde solo existe el poder. Dejó de ser el hombre del saco o mi tío alcohólico con un machete en la mano amagando cortarnos en pedazos a mi abuela y a mí, y se volvió omnipresen­te y a veces me rodea la casa de policías y no me deja salir ni a mí ni a mi novia por lo que la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos ha tenido que dictarnos una medida cautelar a ver si logra espantarlo de nuestra puerta al menos.

Pero nada de eso lo percibes hasta que detienes la marcha y sintonizas con la miseria con la que han construido Cuba en los últimos 63 años. Todo está pensado para que seas tan gris como los juanes, los pedros o alejandros que acosan y se empastelan con el hambre, el hueco de los zapatos que no puedes sustituir porque no te alcanza el salario o con el hipertiroi­dismo de mi madre y las farmacias sin vitaminas ni pastillas para calmar los temblores de las manos.

Se cuenta más fácil de lo que fue. Para ser una mujer periodista independie­nte en Cuba hay que aprender a ser una corredora de fondo. Andar liviano -no con las piernas engarrotad­as ni agachada como pasé buena parte de mi vida- y una alta capacidad de almacenar azúcares para no amargarte, odiar solo lo necesario, saber discernir cuándo apretar el paso y cuándo dejarte llevar por la inercia. No siempre se puede ser protagonis­ta, a veces nos toca apoyar a otros que van delante de una con la energía suficiente para encarar al miedo.

Enfrentarm­e al miedo me costó convivir con mis pesadillas. No se logran desterrar nunca. Ellas van y vienen como las olas. La maldita circunstan­cias de vivir en una isla se nos cuela en los sueños y lo define todo.

Las primeras pesadillas venían con pasos en las escaleras, toques en la puerta y manos que me arrancaban de la cama. Por suerte solo ocurrían en mi cabeza. Otros las vivieron. A mí no se me han materializ­ado aún, quizás porque desde la última vez que le di caza al miedo, lo tengo amarrado a una pata de la cama, lo vigilo de cerca como mismo me hacía él a mí.

Apenas me amenazan hago un tweet, lo denuncio en las redes, llamo a mis amigos. Son las únicas armas que tengo. No negocio con el miedo. Trato de no tener ningún tipo de complicida­d aunque me vea desnudarme, hacer el amor. El otro día me miró a los ojos. En los últimos tiempos se ha envalenton­ado. Demasiada gente presa por decir lo que piensa. Hay niños. Hombres y mujeres que salieron a gritar a la calle. Gente que es transporta­da en vagones hermetizad­os, amarrados de pies y manos. El miedo con miedo a un grito parece más vulnerable pero se comporta como fiera herida, da zarpazos a diestra y siniestra, y puede llegar a matar en un intento desesperad­o de mantenerse con poder. Así hemos vivido los últimos meses. El presidente dando la orden de disparar contra gente desarmada y yo sin poder dejar de hacer periodismo a cuenta y riesgo de que un día unas manos me arranquen de mi cama y mis pesadillas se vuelvan realidad. ■

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Rota. María, niña, con su mamá en lo que se conservó de una foto.
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Uniforme. La autora como figuraba en su boletín escolar.
 ?? ?? Racismo. Quiso hablar sobre el tema pero no la dejaron: era darle argumentos al enemigo.
Racismo. Quiso hablar sobre el tema pero no la dejaron: era darle argumentos al enemigo.

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