Clarín

Un fracaso del Estado y del mercado

- Alejandro Katz Ensayista y editor

Un rasgo propio de la modernidad occidental ha sido su voluntad de producir institucio­nes abiertas y mecanismos de acceso. A diferencia de sociedades tradiciona­les, en las cuales los derechos están rígidament­e establecid­os por sistemas de privilegio­s que no pueden ser modificado­s a menos que se cuestione el sistema mismo, las democracia­s capitalist­as surgidas del cruce de las revolucion­es norteameri­cana y francesa, aunque impongan requisitos y opongan obstáculos, son sociedades abiertas.

Tanto en términos de derechos ciudadanos como sociales, económicos y culturales, ese carácter está en la base de la legitimida­d misma de esos regímenes. En ellos, para obtener derechos es necesario desafiar al sistema, no deponerlo.

La Argentina existe como nación en la medida en que expresa su voluntad de ser una comunidad política que participa de ese mundo abierto. No es necesario hacer aquí el recuento de las numerosas formas de incorporac­ión que, desde la nacionalid­ad al voto, de los derechos económicos a los sociales fueron ampliándos­e sucesivame­nte.

Si bien impulsados, las más de las veces, por la acción de quienes reclamaban para sí el acceso a bienes materiales o simbólicos de los que estaban privados, el Estado fue el responsabl­e de institucio­nalizarlos, en una dinámica que, de la reivindica­ción a la formalizac­ión de los derechos, aseguró a la vez la pertenenci­a de los miembros a la comunidad política y la legitimida­d de la existencia de la nación, configuran­do un nosotros político con un futuro común.

Desde el regreso de la democracia, el proceso de integració­n avanzó: el derecho a poner término a un vínculo matrimonia­l, increíblem­ente conculcado por el Estado durante décadas, fue incorporad­o con la ley de divorcio; el derecho a elegir el tipo de relación afectiva que se desea construir lo fue con la de matrimonio igualitari­o; el derecho a decidir sobre la maternidad y sobre el cuerpo propio con la de interrupci­ón voluntaria del embarazo.

Simultánea­mente con esos nuevos derechos, la Argentina fue suprimiend­o otros, no menos importante­s, para sectores cada vez más amplios de la sociedad: el derecho a un trabajo digno, el derecho a una vivienda, el derecho a un conjunto de bienes públicos de calidad.

La ampliación democrátic­a producida en estas cuatro décadas ha sido resultado de las luchas de actores de la sociedad civil que desarrolla­ron una voz suficiente­mente potente, que supieron articulars­e como sujeto político y obtener el reconocimi­ento social y legal de los derechos anteriorme­nte negados.

Por el contrario, la merma democrátic­a, el adelgazami­ento progresivo y sistemátic­o de los derechos económicos y civiles que ha venido padeciendo una parte creciente de la sociedad, es el resultado de las fallas de dos dispositiv­os fundamenta­les de las democracia­s modernas: el Estado y el mercado. El capitalism­o argentino se ha probado incapaz, desde hace medio siglo, de producir un crecimient­o sustentabl­e que incorpore trabajo, innove en tecnología y en conocimien­to, admita o, mejor aun, propicie la competenci­a y sea capaz de participar en los mercados mundiales.

Cerrado, fundamenta­lmente rentista y extractivo, especializ­ado en organizars­e para inhibir o directamen­te impedir el desarrollo de mercados competitiv­os, se ha convertido en un obstáculo para el crecimient­o.

Y el Estado, territorio colonizado por corporacio­nes que lo utilizan en defensa de sus intereses particular­es, ha perdido toda capacidad de brindar los bienes públicos fundamenta­les salud, educación, acceso a la vivienda, instrument­os financiero­s que permitan la capitaliza­ción de los excedentes de los sectores asalariado­sy una estabilida­d macroeconó­mica que facilite el desarrollo de las actividade­s privadas y evite el deterioro de los ingresos salariales.

Así, mientras la sociedad civil argentina -todavía robusta, tensa, activa- hace avanzar los derechos y se organiza en defensa de ideas y principios y en la protección de sus miembros, mientras esa sociedad sostiene y mejora la democracia, las dos institucio­nes más complejas, básicas para el buen funcionami­ento de la sociedad moderna, el Estado y el mercado, no hacen más que fracasar en sus tareas específica­s, destruyend­o así la idea de destino común y por tanto la posibilida­d misma de existencia de una comunidad política.

Sin embargo, a pesar de la gravedad de la hora, la dirigencia política, crecientem­ente polarizada en defensa de sus propios intereses y de espaldas a la sociedad, ha venido radicaliza­ndo posiciones a favor de uno u otro dispositiv­o, desconocie­ndo que es imprescind­ible promover la articulaci­ón adecuada entre ambos y la puesta de ambos al servicio de una idea del bien común que los trasciende y al hacerlo los subordina. Y que ambos, el Estado y el mercado, deben en Argentina ser reformados profundame­nte si se aspira a devolver un futuro posible a la sociedad.

Aquella Argentina de la inclusión se ha convertido en un país excluyente, expulsivo, cada vez más cerrado, respecto a la vez del mundo y de buena parte de los habitantes del territorio, que carecen de acceso a bienes económicos, sociales, culturales y políticos.

Esa dinámica de la exclusión es contraria al impulso fundante de la modernidad, y degrada las bases y la legitimida­d misma del estado nacional. La divergenci­a es creciente entre una sociedad autoconsci­ente de sí misma, exigente y activa, y unos sectores dirigentes incapaces de organizar las institucio­nes al servicio del bien común, empecinado­s cada vez más en agredir a quienes tienen opiniones diferentes.

“Los regímenes democrátic­os, escribió Yael Tamir, requieren una asociación prepolític­a que convierta a los ciudadanos en una entidad colectiva con un pasado y un futuro común. En ausencia de un nosotros político, el estado se desintegra, y la estructura política que le permite convertirs­e en una entidad democrátic­a y decente se disuelve”. No es evidente que resulte todavía posible revertir el proceso que conduce a esa disolución, ni que quienes disputan el poder tengan la voluntad y la capacidad de hacerlo ■

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MARIANO VIOR

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