La violencia narco en Colombia vacía pueblos y lanza a la deriva a desplazados
Elecciones. A una semana de las presidenciales, el Pacífico colombiano es tierra de disputa entre bandas.
Calles desiertas, puertas aseguradas con candados, miradas desconfiadas, el silencio impera. La mayoría escapó ante la llegada de narcos y rebeldes que se instalaron en sus casas. La guerra por el botín de la cocaína está vaciando poblados del Pacífico colombiano.
La gente que se quedó “está confinada, amenazada, asustada. Y está resistiendo porque prefieren morir en sus casas y no afuera mendigando”, dice a la AFP Diego Portocarrero, uno de los cientos de desplazados negros que huyeron del pueblo ribereño La Colonia y hoy malviven en la ciudad de Buenaventura, el principal puerto del Pacífico.
A días de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, en las que no podrán votar por el destierro de sus lugares de empadronamiento, los desplazados de Buenaventura ven con desinterés los comicios en los que por primera vez la izquierda podría llegar al poder en Colombia, de la mano del ex guerrillero y senador Gustavo Petro
Combatientes del ELN, la última guerrilla reconocida en el país, y del Clan del Golfo, el temido ejército del narco, se disputan a sangre y fuego los poblados que bordean los ríos Calima y San Juan, ruta para el tráfico de cocaína.
En voz baja, un vecino de La Colonia cuenta que los narcos se impusieron y algunos viven en las casas abandonadas por sus dueños: “Lo que nos ha correspondido vivir, ver y oír es inenarrable”, lamenta bajo reserva. Los muros lo atestiguan: agujereados por disparos y marcados con siglas de los dos grupos en disputa, el ELN y las AGC o Autodefensas Gaitanistas de Colombia, como se autodenomina el Clan del Golfo.
Conforme un grupo avanza va tachando los grafitis del otro en las fachadas. La guerra saltó de los montes a los poblados y ahora los ilegales merodean a sus anchas entre civiles. Los militares aparecen de repente para acompañar una caravana humanitaria.
Enmarcada en una selva copiosa a orillas del Pacífico, la región de 317.000 habitantes (91% afros) es una postal del terror. El 90% de las 9,2 millones de víctimas del conflicto armado son desplazados y de esos casi 300.000 corresponden a Buenaventura, el puerto que mueve el 40% del comercio no mineroenergético.
La economía local está a expensas de la extorsión. Pese al acuerdo de paz en 2016 que desarmó a la guerrilla FARC, la violencia sigue su curso.
“El desplazamiento mutó (...) ahora es gota a gota, silencioso” y “es peor” porque el pacto no evitó la no repetición y ahora hay más “trabas” para reconocer a las víctimas ante el Estado, observa Juan Manuel Torres, uno de los investigadores del centro de estudios Fundación Paz y Reconciliación (Pares).
Indígenas y negros desplazados están confinados en incómodos albergues de Buenaventura a merced de bandas herederas del paramilitarismo y el narcotráfico.
Además de la extorsión, pobreza (41 por ciento), desempleo (18 por ciento), reclutamiento forzado, homicidios, abusos sexuales y desapariciones rondan los barrios donde sobreviven. Un lugar en donde la mano del Estado se halla ausente.w