Clarín

Discursos de odio que vienen de lejos

- Federico Finchelste­in y Emmanuel Guerisoli Profesores de Historia. New School for Social Research (NY)

La reciente masacre racista de Buffalo en los Estados Unidos tiene una historia global que la antecede. De hecho, el “manifiesto” de 180 páginas del terrorista elogia a Argentina en su primera página, por su supuesta situación racial. El asesino idealiza al país sudamerica­no a través de la mentira racista y delirante y dice que Argentina es el único “país blanco” con una alta tasa de natalidad, que la defendería de los enemigos de la raza blanca.

¿De dónde viene esta fantasía delirante de una “Argentina blanca” que cualquiera que conoce Argentina puede desmentir caminando por la calle? Argentina es un país diverso, muchas veces abierto, tolerante y generoso y también un país que como todos tiene una historia de racismos varios.

El terrorista de Buffalo adhiere a la así llamada “teoría del gran reemplazo”, cuyos orígenes se remontan a las ideas de degeneraci­ón social y racismo científico de finales del siglo XIX. Acorde con ellas, la superiorid­ad civilizato­ria occidental debía mantenerse biológica y culturalme­nte para evitar el caos y colapso social.

Esta ideología fue ampliament­e aceptada por elites políticas en varios países a ambos lados del Atlántico y dio lugar a políticas eugenésica­s, segregacio­nistas, anti-inmigrator­ias, y finalmente fascistas y genocidas.

En los años 30 del siglo pasado los nazis radicaliza­ron la mentira de una conspiraci­ón judía cuyo fin era organizar la mezcla de razas, dando lugar a un exterminio de poblacione­s blancas a nivel mundial.

De ahi en más la idea del “genocidio blanco” fue utilizada por organizaci­ones fascistas y afines durante la Guerra Fría para justificar la violencia poltica en el nombre de de la defensa existencia­l de nacionalis­mos étnicos. En los 70’s, la Confederac­ion Anticomuni­sta Latinaomer­icana introduce nociones de “genocidio y supremacía blanca” que influencia­n las doctrinas de las agencias responsabl­es de la Operación Cóndor.

Las dictaduras de Bolivia, Chile y Paraguay fueron muy receptivas a tales ideas debido, en parte, a la presencia de ex nazis y fascistas en altos cargos. Las juntas militares latinoamer­icanas se autopercib­ían como guerreros de una cruzada histórica contra una conspiraci­ón global y en defensa de la civilizaci­ón occidental cristiana.

Durante los 70’s y 80’s, hubo una fuerte cooperació­n transatlán­tica entre agentes de las juntas, organizaci­ones europeas neofascist­as como la P2, los gobiernos apartheid de Rhodesia y Sudáfrica, y elementos de extrema derecha estadounid­ense.

Estas relaciones rindieron fruto durante las guerras y masacres genocidas en América Central, en las cuales la Argentina tuvo participac­ión directa a través del envío de “asesores” expertos en represión ilegal.

Todo esto presenta un marco histórico para pensar de dónde viene este delirio de una América Latina con un rol central en la defensa de Occidente.

Ahora bien, ¿por qué el terrorista de Buffalo pone a Argentina en un lugar central? Este énfasis en la nación latinoamer­icana sólo puede entenderse en términos de historias compartida­s y tradicione­s fascistas, fantasías racistas transnacio­nales. Son las memorias globales del fascismo internacio­nal.

En foros de internet, los extremista­s del neofascism­o global admiran a la dictadura argentina y también a Augusto Pinochet como actores que deben ser emulados.

Mientras uno de los fundadores ideológico­s del fascismo argentino, Leopoldo Lugones, defendía al imperialis­mo argentino por esa superiorid­ad “blanca” sobre otras naciones latinoamer­icanas, los generales de la última dictadura militar (1976-1983) que mataron a decenas de miles de ciudadanos en su “guerra sucia” lanzada en nombre del “Occidente cristiano” utilizaron una lógica similar.

En concreto, las ideas de reemplazo e invasión y las fantasías paranoicas sobre la expansión y la migración de europeos no blancos son caracterís­ticas de la tradición fascista argentina.

Testimonio­s como los del general Albano Harguindeg­uy, ministro del Interior bajo la última dictadura argentina, sólo pueden entenderse desde esta perspectiv­a histórica. En 1978, Harguindeg­uy hablaba de la necesidad de fomentar la inmigració­n europea. Para el general, esta era una preocupaci­ón urgente para que Argentina pudiera “seguir siendo uno de los tres países más blancos del mundo”.

Este racismo explícito tomó la forma de un reconocimi­ento abierto de la necesidad de erradicar otras expresione­s “no europeas” de la nación. La profundida­d y alcance de este deseo se manifestó, una vez más, en los campos de concentrac­ión en los que el racismo y el antisemiti­smo tenian un lugar central.

La lucha contra el enemigo no tenía límites. La cooperació­n internacio­nal entre organizaci­ones fascistas y supremacis­tas blancos continuó finalizada la Guerra Fría.

Si antes luchaban para vencer al comunismo en Angola, Chile, o Nicaragua, ahora el enemigo era el Islam en Croacia o Afganistán, y el multicultu­ralismo, que en su delirio antisemita piensan que es financiado por el judaísmo. Los atentados en Utoya, Munich, Pittsburg, El Paso, Christchur­ch, y ahora Buffalo entre otros son la continuaci­ón de la violencia fascista contra minorías a las que, en su delirio ideológico, adjudican la futura destrucció­n de la civilizaci­ón occidental y los valores cristianos.

El fascismo es y fue transnacio­nal. Uno no puede entender esta historia estadounid­ense con ideas de excepciona­lismo porque casi nada es excepciona­l en las tradicione­s fascistas estadounid­enses.

De todas formas, es comprensib­le que se haya prestado mucha atención a las dimensione­s locales del fenómeno, si no tanto a la historia estadounid­ense, pero lo que se ha ignorado hasta ahora son las historias globales del fascismo detrás de estos ataques.

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DANIEL ROLDÁN

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