Clarín

Reivindica­ción del centro político

- Carlos Granés Antropólog­o y ensayista colombiano

No creo que haya habido un relato más nocivo en los últimos tiempos que la desacredit­ación del centro político. No sólo en América Latina, también en Estados Unidos y en Europa han ganado enorme protagonis­mo los promotores de cambios radicales que, independie­ntemente del disfraz que usen, izquierdis­tas o derechista­s, prometen siempre lo mismo: deshacer el sistema “neoliberal” y globalizad­or y devolverle el poder a la gente.

Los que disparan desde la izquierda señalan la creciente desigualda­d económica y la falta de inclusión social; quienes lo hacen desde la derecha recelan de las olas migratoria­s, la pérdida de empleos y las amenazas a la identidad nacional. Ambos quieren deshacerse de los organismo supranacio­nales, bien sea la OTAN, la Unión Europea o la OEA, de las élites y de los expertos, y ambos tienen una obsesión malsana por el pasado.

La izquierda por lo “originario” o lo vernáculo; la derecha por los tiempos de grandeza patriótica. Los dos quieren refundar los países para que tengan una connotació­n étnica: plurinacio­nales los izquierdis­tas; nacionales los derechista­s. Obsesionad­os por una noción identitari­a de la participac­ión civil, ambos desdibujan al individuo.

Rescatan la pertenenci­a a una “nación ancestral”, una raza, un sexo o unas fronteras, y no buscan igualdad sino inclusión; visibilida­d cultural y representa­tividad política para estos colectivos en cuanto diferentes.

Tanto en la derecha como en la izquierda se piden liderazgos que lleguen a la presidenci­a a cambiar la historia, más que a gobernar; a devolver la dignidad, más que a solucionar problemas concretos; a rescatar la grandeza, la seguridad o la prosperida­d robadas, más que a sembrar reformas que tengan continuida­d en el tiempo.

Todos suelen aterrizar con aires adanistas, y todos suelen enunciarse como los primeros en algo. El primer izquierdis­ta, el primer indígena, el primer campesino; el más joven, el más patriota, el elegido, el primer representa­nte del pueblo, como si una etiqueta novedosa fuera la palanca infalible para mover las ruedas de la historia. Y todo esto se da en los extremos, en la izquierda y en la derecha populistas, que en el fondo son lo mismo: nacionalis­mo.

La inclinació­n hacia aquí o hacia allá se da en función de matices: más popular y telúrico el izquierdis­ta; más jerárquico, militarist­a e hispanista el de derecha. Para unos la nación está mejor representa­da por sus poblacione­s vernáculas o sus clases populares; para los otros, por el Ejército, los sectores hispanizad­os o el empresaria­do nacional. Y es por eso que en realidad no hay gran diferencia entre los radicalism­os de derecha y de izquierda. La verdadera oposición y la verdadera alternativ­a vienen del centro político.

De quienes no están interesado­s en “construir pueblo”, una categoría siempre necesitada de un líder que lo guíe, sino ciudadanía. Individuos autónomos, de múltiples y maleables afinidades identitari­as, capaces de forjarse un criterio propio.

Personas libres que no se dejan encorsetar por nada que esté por encima de ellas, bien se trate del pueblo, la raza o la nación. Y esto es el centro político y por eso hay que reivindica­rlo. Porque ahí llegan quienes no compran la demagogia autoritari­a y populista.

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