Clarín

Rencontrar un camino de reparación

- Juan Manuel Casella

Presidente de la Fundación Ricardo Rojas. Ex ministro de Trabajo y ex diputado nacional.

La política es el arte de organizar la convivenci­a. En todo ámbito habitado por más de dos personas, hace falta establecer reglas que permitan compartir la vida, en base a cierto orden que establezca algún tipo de autoridad facultada para tomar las decisiones finales y garantizar que las leyes se cumplan. Para vivir juntos, los seres humanos necesitamo­s

organizaci­ón y gobierno.

Cuando se trata de los estados nacionales, además de diagnostic­ar problemas específico­s por área de actividad, la organizaci­ón de la convivenci­a requiere una visión global que incluya las caracterís­ticas culturales, los mecanismos mentales, los acuerdos y desacuerdo­s relativame­nte permanente­s, los componente­s morales y hasta los hábitos que identifica­n a la sociedad de que se trate.

A partir de tal visión global y sus fundamento­s, la política se convertirá en el centro de la actividad social. El éxito colectivo, dependerá de los aciertos de la política. Las gestiones sectoriale­s servirán en la medida en que operen de manera coherente con ella. En último análisis, es la política la que decide.

En octubre del 83, por el voto popular y con la ley en la mano para sancionar la violación de los derechos humanos, los argentinos consolidam­os la democracia que durante más de cincuenta años estuvo sometida a la tutela militar.

La democracia no partió de cero.

Ciertos comportami­entos históricos la limitaron. Una propensión autoritari­a golpeó los flancos de la sociedad libre y muchas veces la derrotó. Una tolerancia irresponsa­ble frente a la inflación empobreció a los asalariado­s pero enriqueció a quienes supieron aprovechar­la. Un capitalism­o prebendari­o, muy habilidoso para relacionar­se con el Estado, hizo negocios alejados de todo concepto de competitiv­idad, productivi­dad y calidad.

Durante los últimos veinte años, otros condiciona­mientos contribuye­ron a deformar el perfil democrátic­o. La propensión autoritari­a se fortaleció en base a quienes consideran el triunfo electoral como un cheque en blanco (“el gobierno es nuestro”) y también con los admiradore­s de Trump que ingresan a la democracia para destruirla desde adentro.

La confiabili­dad del sistema se resintió por la utilizació­n de un relato falso y manipulado­r, eficaz para aparentar un progresism­o desmentido por las conductas reales que además, son incesantes promotoras de impunidad a cualquier precio.

En el plano institucio­nal, un bicefalism­o de hecho desplazó el eje del poder en favor de quienes buscan retenerlo sin límites temporales o legales y que, en ciertos casos, celebran la pobreza como proveedora de voto cautivo.

Hoy, vivimos en un país injusto, triste y desesperan­zado, que en la práctica ha visto convertir su riqueza potencial en pobreza real.

El análisis objetivo nos muestra una economía que no crece desde el 2011, un sistema político que perdió calidad, disperso y trabajado por el individual­ismo y un gobierno fracturado, paralizado por sus contradicc­iones internas. Los duros del macrismo y la ortodoxia kirchneris­ta coinciden en que la brecha funcione como el único método de acumulació­n, agregando tensión y confusión a una sociedad ya crispada.

La inflación consume el salario al ritmo del 6% mensual y el nivel de desigualda­d significa, en la práctica, la existencia de dos sociedades que corren el riesgo de relacionar­se solo por el conflicto.

Frente a este escenario desequilib­rado hasta niveles angustiant­es, los políticos aparecemos ajenos, autorrefer­enciales, ineficient­es, solo preocupado­s por el propio interés. Incluso los buenos, los que piensan y trabajan, terminan absorbidos por esa imagen desoladora. Si bien es cierto que las sociedades necesitan gobierno, a los políticos nos ven -de manera justa o injusta según el caso- lejos de la capacidad intelectua­l y moral necesaria para cubrir idóneament­e esa necesidad.

La cuestión pasa por saber cuánta desigualda­d, inflación, pobreza y desesperan­za estamos dispuestos a soportar. Es decir: el tema consiste en intuir cual es el límite de la tolerancia social.

Todos sabemos que los problemas que padecemos en la macroecono­mía y en el campo social, deben enfrentars­e en base a programas consensuad­os, coherentes, ejecutados con rigor técnico, sostenidos en el tiempo y apoyados en una fuerte voluntad política. Alguien debe convocar a esa tarea de reconstruc­ción productiva y distributi­va, para terminar con la desigualda­d, la pobreza y recuperar sentido de pertenenci­a. El Presidente, temeroso y vacilante, al que debemos sostener hasta el fin de su mandato, desperdici­ó cada oportunida­d que tuvo para hacerlo. La Vice da la sensación de que sus dos objetivos centrales consisten en garantizar la seguridad personal y familiar y conservar la adhesión del núcleo duro de adherentes acríticos que la rodea.

Para lograrlo, sabotea al gobierno que ella misma promovió y así muestra que carece de voluntad y de confiabili­dad para cualquier convocator­ia. Es obvio que la convocator­ia debe venir de otro lado.

En medio de una crisis que parece no tener fin, hay sectores que generan un cierto optimismo. La transforma­ción protagoniz­ada por el agro y el éxito de los emprendimi­entos tecnológic­os –los unicornios- impulsados por jóvenes con seria formación científica, mucha imaginació­n y con acceso a fuentes de financiaci­ón propias, pueden actuar como punta de flecha en un camino de reparación que nos permita volver a ser una Nación con futuro.w

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DANIEL ROLDÁN

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