Henry Kissinger: ¿una victoria china en la guerra de Ucrania?
La unidad de este lado del mundo respecto a Rusia y su guerra no está en duda más allá de ciertas sospechas. Pero hay matices. Si se observa con atención, se verá que Occidente quiere seguir avanzando sobre Vladimir Putin por su barbarie en Ucrania, pero no todos quieren derrotarlo. Tampoco que triunfe. Hay un sentido en ese juego. El lance guerrero de Moscú buscó restaurar su condición de potencia global, pero se está saldando con el efecto inverso. La consecuencia será una Rusia débil y proveedora de commodities que el bando occidental aspira ajustada a sus intereses. Ese plan reconoce una dificultad: China.
El reciente acuerdo europeo que dispuso cesar casi totalmente las compras de petróleo ruso, apunta a quebrar el espinazo económico del Kremlin. En ese esfuerzo, es homogénea la disposición del norte mundial contra un jugador imprevisible que dinamita el esquema de acumulación y la economía global. Es probable que se cumpla ese objetivo tratándose de una Rusia que ha quemado “en un solo día, la mayoría de las ganancias económicas que había logrado desde 1991”, señala el economista sueco Anders Aslund, conocedor cabal del campo: fue asesor en simultáneo de los gobiernos de Rusia y Ucrania. En cualquier caso la Federación Rusa no será la misma. “Cuando los combates se detengan, como eventualmente debe suceder, la situación nunca volverá a donde estaba”, reconoce George Soros, todavía desafiante a sus 91 años.
En los últimos días ha circulado en columnas analíticas y crónicas, una propuesta audaz del eterno Henry Kissinger en Davos, aconsejando a Ucrania que negocie con Rusia para regresar al status quo previo a la guerra. Con el Kremlin dominando las provincias del Este y la Península de Crimea que controla desde 2014. “Seguir con la guerra ya no tendría que ver con la libertad de Ucrania, sino que se convertiría en una nueva guerra contra la propia Rusia”, advirtió en uno de los párrafos que más han trascendido de su discurso en el Foro Económico y que más repiten los analistas. Para Kissinger, Ucrania debería seguir siendo el puente entre Europa y Rusia, un punto de equilibrio que se rompería si “no hay sabiduría entre los europeos” y en Ucrania, para resolver este dilema.
Estos comentarios enfurecieron razonablemente a la dirigencia política de Kiev que los registró como una traición a su sacrificio. También reaccionaron con furor los países del vecindario ruso que traducen cualquier negociación como una victoria de Moscú y luz verde a una ofensiva más amplia en sus territorios. Esos cruces expresan divergencias en la alianza occidental que muchos ven como desestabilizantes. Las diferencias existen, es cierto, al punto que llegaron a enfrentar a los dos principales diarios de EE.UU., The New York Times y The Washington Post. El primero, reclamando a Biden que no presione a Kiev para “perseguir una victoria ilusoria” y el segundo editorializando que “sería un desastre, tanto moral como estratégico, que Putin fuese invitado a una negociación definitoria antes de que sus principales objetivos hayan sido frustrados”. En el entorno de esa discusión, sobresale constantemente la amenaza de que el conflicto se extienda hacia una tercera guerra mundial, con artificios atómicos.
Como parte de esos matices, hace pocos días el Times, que ha sido un ariete en la intensificación del apoyo bélico a Kiev, publicó una apasionada columna de un analista, Christopher Caldwell, quien advirtió que “los países europeos bajo el liderazgo miope de los EE.UU. marchan como sonámbulos a una guerra total con Rusia”. Por supuesto, con la inevitable mención del desenlace atómico.
Kissinger, quizá con picardía, marca también ese peligro cuando alude a una eventual escalada bélica. Pero lo hace posiblemente para apuntalar otra cuestión más substancial. “El liderazgo europeo no debería perder de vista la relación a más largo plazo con Rusia y (en ese sentido) tampoco debería arriesgarse a empujar a Rusia a una alianza permanente con China”, advirtió en Davos.
Es una visión clave. Significa que los matices en la coalición se alimentarían menos del espectro de una guerra extendida que de un fallido estratégico que acabe coronando a la República Popular como el gran triunfador de este conflicto. Habría que asumir en esos laberintos la reciente columna de Joe Biden, en la que afirma con novedosa y creíble cautela, que no tiene interés en una guerra contra Rusia o en contribuir a la caída de Putin.
La preocupación para impedir que enemigos comunes se asocien, ha sido un eje permanente del pensamiento de Kissinger y doctrina de una etapa. En 1972, como asesor de Seguridad nacional e inminente canciller, llevó a Richard Nixon a un dialogo histórico con Mao Tse Tung en Beijing. Fundó con ese gesto una relación alimentada de las diferencias de la época entre ese empobrecido espacio comunista y el más ampuloso de la Unión Soviética. Eran épocas en que Nikita Khruschev comparaba al legendario líder chino con Hitler mientras las tropas de ambos países se enfrentaban en la frontera binacional.
En plena Guerra Fría, la URSS, al otro lado del mundo, era el auténtico rival de EE.UU. De modo que amplificar la separación entre Beijing y Moscú era provechoso. Al mismo tiempo, observaba Kissinger, eso no impedía negociar con los soviéticos a despecho de sus desconfianzas y consolidar la influencia sobre China para garantizar un contrapeso de equilibrio en la balanza geopolítica. Vale preguntarse si ahora sería posible aprovechar la debilidad a la que se ha auto sometido Rusia para repetir aquel proceso con la inversión de los jugadores. Nadie lo sabe. Kissinger simplemente dice que no hay que hacer lo contrario: permitir que de estos barros surja una alianza con Rusia liderada por China con un extraordinario peso hegemónico.
Una victoria territorial que garantice a Putin el control de lo que tenía antes de la guerra con algún adicional grave como el puerto de Mariúpol en el Mar de Azov, devolvería el equilibrio que proclama Kissinger para evitar la expansión china. Desde sus intereses, Beijing haría otra evaluación. Una Rusia debilitada sería un premio a la paciencia del gigante asiático frente a los costos que su ambigüedad con Moscú le ha facturado.
El escenario, sin embargo, es desafiante. Rusia está desde hace tiempo en un ciclo decadente, de ahí en parte esta guerra. Pero el Kremlin ha devenido en un sujeto peculiar, débil pero peligrosamente armado. Por eso la OTAN no se retirará de los espacios que ha añadido con la inestabilidad que eso implica.
A su vez, la crisis económica asociada a la guerra promete un impacto doméstico en Rusia que incentivará rivalidades políticas. Siempre es importante recordar que Rusia es un país capitalista con objetivos capitalistas que prevalecen sobre los simbólicos. La estabilidad de Putin depende de la constatación de ese dato identitario.
Como de algún modo sugiere Kissinger, a nadie parecería convenirle que caiga el hombre fuerte ruso, con excepción claro de Ucrania. En el caso de China, el riesgo siempre ha sido que la crisis dé paso a un liderazgo prooccidental en Rusia. Pero es más probable que si ocurre suceda lo contrario.
En esa línea el sinólogo húngaro Csaba Barnabas Horvath recuerda que “durante las elecciones de la última década, los dos partidos de oposición rusos más fuertes no eran prooccidentales, sino el de extrema derecha de Vladimir Zhirinovsky y los comunistas”.
“Por lo tanto incluso si el partido Rusia Unida de Putin cae del poder -añade-, lo más probable es que Zhirinovsky, los comunistas o una alianza de ambos tomen el control del país”. Ahí es donde parece mirar el ojo atento de Kissinger cuando habla de Rusia, pero piensa en China.
La polémica propuesta del veterano estratega para que Kiev negocie con Moscú, busca que Beijing no sea el gran ganador de la guerra