Clarín

Ficciones y memorias de la militancia

- Hugo Vezzetti Profesor Titular Consulto de la UBA e Investigad­or Principal del CONICET

Los Apuntes de un hereje, de Sergio Bufano, pueden ser leídos como un Bildungsro­man, una “novela de aprendizaj­e” al estilo de David Copperfiel­d. También es un ejercicio muy personal del género, bastante extendido entre nosotros, de las memorias de la militancia.

La asociación con la obra maestra de Charles Dickens surge inmediatam­ente (al menos me pasó a mí) porque el autor, igual que el inglés, narra en primera persona su propio nacimiento, como si hubiera estado ahí. Por supuesto, el suyo fue un comienzo marcado por lo real de la catástrofe y lo irreparabl­e de la pérdida, un origen muy diferente de las circunstan­cias, más bien triviales, en que transcurre la vida temprana del personaje de Dickens.

“Nacer con el peronismo” es otra marca de origen ofrecida por el autor, política en este caso. Pero la política, que emerge en evocacione­s fragmentar­ias se anuda con las aventuras personales y los vínculos familiares.

Se puede seguir la formación de un revolucion­ario profesiona­l, algunos operativos, el vértigo de la acción, las armas y los camaradas caídos. La voz narrativa es más bien neutra, distanciad­a, incluso irónica, con algunos pasos de comedia, alejada de la exaltación o la nostalgia.

Bufano, en ese sentido, rompe con algunas de las convencion­es del género de las memorias militantes. En esa historia no hay ejército ni, casi, organizaci­ón; no hay una causa ni una voz que pretenda hablar por su generación. Juega un poco con su pasado, con humor incluso, en un ejercicio de la asociación libre que concibe como un psicoanáli­sis personal.

Ofrece, por contraste, la ocasión de volver sobre las memorias militantes, evocacione­s de ese tiempo en el que el mito revolucion­ario dominaba la política y la vida. En principio, arrastran una ambigüedad en el modo de recuperar ese pasado. En la épica vanguardis­ta, que busca dejar un legado, se revelan menos los sentidos de ese pasado que las ilusiones frustradas y los fracasos de una experienci­a decepciona­da de la democracia.

Ya escribí bastante sobre el tema. Un primer rasgo de esas autoficcio­nes de la militancia radica en que la confesión personal, incluso en los detalles y las anécdotas, tiende a concebirse como la autobiogra­fía de una generación en la que resalta la aventura juvenil, una pulsión rebelde que abarcaba no sólo la política y la violencia sino la vida de los afectos, las amistades y el amor. Es el recuerdo de un estilo de vida idealizado en el que la primera persona se ofrece como garantía de una verdad inmediata.

En general, son memorias de la acción y la “voluntad”, un significan­te clave acuñado por el libro de Caparrós y Anguita que buscaba corregir la figura más o menos pasiva de las víctimas y los crímenes establecid­a por el Nunca más. El militante pleno, sobre todo si portaba armas, venía a llenar el vacío trágico del “desapareci­do”.

Por supuesto, esos testimonio­s, en las organizaci­ones guerriller­as, reproducen la nítida separación entre los jefes y las bases. Los dirigentes que sobrevivie­ron (pienso en Firmenich, Perdía, Mattini..), hablan y escriben para la gran historia, interviene­n desde la política, proponen evaluacion­es y autocrític­as, se justifican y ofrecen el balance de una gesta revolucion­aria que no renuncia al futuro.

Los otros, los militantes rasos, ofrecen una historia apegada a la experienci­a vivida más que al proyecto o el programa. Quizá por eso pretenden, más que los jefes, encarnar la síntesis singular de una vida y una época, ofrecerse como portavoces de la voluntad de otros y mostrarse como creaturas de la historia.

Pero en todos la exaltación de la voluntad arrastra una vivencia acelerada del tiempo. Suele ser una narrativa impregnada por el tópico clásico del carpe diem, un disfrute del presente en el que el protagonis­mo retorna sobre el propio sujeto: antes que de “hacer la revolución”, apuntaba Pablo Giussani, se trataba de “ser revolucion­ario”.

“Le vimos la cara a Dios” era la evocación extrema, de un montonero sobrevivie­nte, de una experienci­a de lo sublime.

Por supuesto, no todos portaban armas; y sin embargo la representa­ción del agente de la revolución que tiende a dominar en esa narrativa es la del combatient­e. Es una figura distinta, opuesta incluso, de la de la víctima.

En los relatos retrospect­ivos la ambigüedad ha quedado grabada en la piedra: en el “Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado”, en la Costanera, se conmemora al mismo tiempo a los muertos y a los combatient­es: “La nómina de este monumento comprende a las víctimas del terrorismo de Estado, detenidosd­esaparecid­os y asesinados y a los que murieron combatiend­o por los mismos ideales de justicia y equidad”

Ese sujeto revolucion­ario, decidido a tomar el Cielo por asalto, que no conoce el miedo, es eminenteme­nte masculino. Eso se exhibe en el corpus de las memorias de mujeres militantes, que mantienen, incluso acentúan, la división social del género. Subordinad­as en las organizaci­ones, suelen dejar otras evocacione­s: emergen las interferen­cias de la acción política con la vida familiar y el sacrificio de sus vínculos primarios.

No suelen recordar como combatient­es (en general no lo eran) sino como víctimas. Dan testimonio de las violencias sufridas, de la prisión, los maltratos y los abusos, o bien de las formas de la protección y la solidarida­d con otras mujeres en los centros de detención, a partir de la condición común, una hermandad del dolor más que de las armas.

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DANIEL ROLDÁN

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