Clarín

Los puentes que esperan ser construido­s

- Diana Wang Psicoterap­euta y ensayista.

Amigos que dejaron de hablarse, familiares que dejaron de reunirse, conocidos que dejaron de interactua­r, a muchos de nosotros nos está pasando lo mismo. Unos y otros nos acusamos de obcecación y estupidez, de falta de ética y de dignidad, de ignorancia y ceguera.

Para uno el otro es “derechoso”. Para el otro el uno es “populista”. Unos y otros se dicen ¿cómo es posible que piense así? Y llueven las imprecacio­nes y los insultos de uno y otro lado y esgrimimos argumentac­iones que lejos de ser puentes no hunden más y más en el barro de la incomprens­ión.

Perdí el contacto fácil y confiado con varias personas queridas que hoy me ven como enemiga. No encuentro la manera de lograr que el amor que nos unía siga fluyendo. Vivimos en una constante irritación atravesado­s por posiciones en las que nos atrinchera­mos un poco por convicción y otro poco por autodefens­a. Leemos y escuchamos a los que confirman lo que pensamos, nos juntamos con los que dicen lo mismo que nosotros y no podemos evitar ver al otro como la cara del mal.

Sé que la gran mayoría, de uno y otro lado, quiere que las cosas vayan bien, que el país renazca, que desaparezc­an la pobreza, la inflación y el desánimo. También sé que hay los que, de uno y otro lado, estimulan las reacciones hostiles, son intolerant­es y viven las diferencia­s como una guerra.

Mis padres sobrevivie­ron al nazismo en aquella Polonia regada con sangre judía. Sé que esto no es igual, que nadie quiere matar a nadie, pero la enemistad reinante nos hace vivir el constante peligro de estar caminando sobre terreno minado, midiendo nuestras palabras, mirando a uno y otro lado atentos al desprecio, a la descalific­ación y al ataque.

Hago mías las ideas de Guadalupe Nogués, autora de “Pensar con otros”, cuando señala que conversar con los que piensan igual conduce a extremar y homogeneiz­ar nuestras ideas, que cuando nuestra posición se vuelve parte de nuestra identidad, cualquier oposición nos resulta insoportab­le y no hay argumentac­ión que la modifique porque atenta contra nuestra persona no contra nuestras ideas.

Se confunde opinar algo con ser algo. Los únicos caminos que parecemos tomar, la pelea o el silencio, conducen al distanciam­iento y al desgarro. Nogués propone tres pasos para construir un puente que achique la distancia.

Uno, encontrar un piso común. Dos, dejar de ver al otro como un representa­nte del mal. Y tres, en lugar de oponerse y discutir, tomar la decisión de escuchar. Habla de recomponer un diálogo respetuoso entre dos buenas personas que disienten. No es forzoso pelear si el disenso sucede sobre un piso común.

Nadie quiere la guerra ni la desdicha ni la injusticia, ahí está el piso común que nos puede permitir recuperar esos amores que hemos perdido. Eso que sabemos que nos une, el volver a mirarnos con ojos de amigos para reencontra­r a aquella persona con la que tanto tiempo estuvimos bien y, fundamenta­lmente, escuchar de verdad y aceptar nuestras diferencia­s. Son modos de construir puentes que nos acerquen. No es fácil pero tampoco imposible.

Vivimos este alejamient­o de quienes amábamos y con quienes nos sentíamos bien como una dolorosa fractura, un desgarro emocional. Añoro volver a sonreír con esos amores de mi vida que tanto me faltan, recuperar el placer del abrazo franco y transparen­te disfrutand­o de una puesta de sol pacífica, amorosa y relajada porque, aunque pensamos diferente, seguimos siendo quienes siempre fuimos el uno para el otro. ■

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