Clarín

Saramago, retrato de un hombre de pie

- Juan Cruz Ruíz ESPECIAL PARA CLARÍN

Más alto que el aire, miraba respirando, su nariz en lo alto, los ojos acallados por lentes acostumbra­das al amago de ceguera con la que él hizo metáfora de las ruindades del mundo. Su escritura se le parecía, noble y dura, era un árbol de pie, mirando.

De pie está, como amarrado al aire de Lanzarote, en la luz que alumbra el libro de su mujer, Pilar del Río (La intuición de la isla. Los días de José Saramago en Lanzarote, Itineraria, 2022), aferrado con sus manos de tierra a la ventana que desde su casa en la isla miraba a la vecina Fuertevent­ura, al destino de arena de esa otra isla bautizada por Miguel de Unamuno en el destierro. Una isla como un puñado de sal en el Atlántico.

En el número mil de Ñ, la revista literaria de Clarín, presentada estos días en el Festival Eñe de España, aparece una conversaci­ón con él de Patricia Kolesnicov, Retrato de un hombre con Olivos, publicada el 14 de octubre de 2006, poco antes de que aquel hombre que hizo de su autobiogra­fía una comunión con la tierra sintiera el latido final de la muerte. Pero Saramago se recuperó de aquel trance. Siguió, como le decía a Patricia sobre su destino en la vida, “siendo ese niño”, y algo de niño tuvo siempre. Fue un niño así en los países extranjero­s, lo fue cuando recibió el Nobel, en 1998, cuando visitaba las ferias del mundo, cuando a la isla y a su otra isla mayor, Portugal, la capital de sus ficciones, el centro natural de su alegría y también el origen de la desgracia civil que lo llevó al destierro que se impuso cuando en su país le impidieron que su El Evangelio según Jesucristo representa­ra la literatura lusa en un certamen europeo.

Él eligió el aire de Lanzarote para vivir, y en ese aire volvió a la vida en la peor singladura de un viaje que, por fortuna, no acabó entonces. Se salvó, fue una resurrecci­ón en los volcanes. Aquella resurrecci­ón de Saramago, desahuciad­o por la medicina, parecía un milagro organizado por la suerte que le deseaba cada día una multitud de manos que aplaudían su vida desde las afueras del hospital de Lanzarote, donde trataban de recuperarl­o gentes que acompañaba­n a Pilar del Río en un velatorio civil insólito. Saramago se recuperó, volvió a escribir, y a pasear por la tierra que lo adoptó, hasta que en 2010 aquel hombre de pie fue finalmente abatido por el tiempo. Lo lloraron hasta los árboles que lo vieron nacer hace ahora, exactament­e, cien años.

Muchas veces miró, desde su propia estatura, la huella blanca de aquel otro exiliado, vasco, Unamuno, de habitual rabioso, poeta que le puso nombres de la isla a sus versos más humanos. La estatua estaba allá, en el horizonte, y a alguna hora del día o de la tarde el propio Saramago dejaba la cocina, el estudio, los papeles, el ordenador que hasta ese momento había sido como una caja de música, y bajaba a mirar esa distancia que lo comunicaba con el otro desterrado de las islas. Desde allí oía y no oía, para él el horizonte era como un abrazo que lo salvaba del ruido fatal de las pérdidas.

El día en que vi con más ardor a Saramago referirse a ese paisaje de poeta hecho estatua hacía poco tiempo que él mismo había optado por abandonar Portugal. Un transterra­do

Su escritura se le parecía, noble y dura. Era un árbol de pie, mirando. De pie está, como amarrado al aire de Lanzarote, en la luz que alumbra el libro de su mujer, Pilar del Río, La intuición de la isla.

en la isla de Lanzarote, y como tal le hablaba al periodista, la mano en el bolsillo, los ojos protegidos por unas gafas tupidas, el escritor portugués estaba encontránd­ose con el espíritu del que se va. Un exiliado, nada menos. Había dejado de ser parte de su propio territorio, Portugal. Después de hablar del presente, porque el porvenir podía esperar, le hice algunas preguntas sobre el tiempo pasado, el caos sentimenta­l en que lo metió el presidente portugués Cavaco Silva. Triste, como si le hubieran clavado una puñalada, miraba al aire, ausente de las preguntas, parecía una sombra que no quería otra luz que la que tuviera por dentro…

¿Cómo te sientes?, le pregunté. Él no quería entrar demasiado en la naturaleza de su dolor, así que siguió mirando al horizonte coregresab­a mo si éste fuera un lápiz de borrar esa maldad antepasada.

Lo que finalmente me respondió sería en seguida mi frase preferida de José Saramago. “Nunca me podrán quitar el aire de Lanzarote”. Hay muchos casos de seres humanos que se han trasterrad­o, España es un país de exilios y retornos. Recuerdo a Juan Marichal, un hombre abandonado por la suerte, un historiado­r empeñado en que no se olvidaran los cercos violetas de la República, tratando de conjugar en presente los valores de aquella época en que la educación y los niños eran palabras mayores del credo intelectua­l, moral y político, de un país que fue abandonado por la mala suerte que supuso para Europa el fascismo.

Por esos valores, contra esos valores, los de Franco, que no era Franco solo, una guerra horrible mató a parientes, a amigos, a maestros de Marichal. Transitó este exiliado triste por Estados Unidos, por México, volvió, se fue a vivir a Madrid, junto a donde él vivió esos tiempos escribo, pero jamás se quitó ni de su presente ni de su porvenir el pasado que convirtió en sangre su recuerdo. Era como aquel Saramago, extrañado del suelo que pisaba, y ese suelo ya era suyo, el aire del exilio termina siendo igual de benéfico que el aire que añoras.

De Marichal aprendí a interpreta­r ese rostro del exilio, el hombre buscando en el aire el aire perdido, y ahora que mi memoria afronta el recuerdo de Saramago esa enseñanza que dejó el maestro republican­o ayuda a explicarme el rostro del portugués de aquella tarde ante la silueta arenosa de Fuertevent­ura. Un hombre de pie, sin llanto ni aspaviento, mirando en la tierra la tierra que dejó, en los sollozos del mar, es demasiada la herida, es verdad que una palabra basta para sanar, pero una palabra sola es suficiente para derrumbar la patria de un hombre.

A veces lo he retratado a partir de una vieja geografía, la del incendio de Lisboa. Él me lo iba contando por teléfono mientras miraba quemarse el Chiado, su otro paisaje en el alma. Tenía entonces (tuvo siempre) la paciencia de un poeta. El fuego era en ese momento la inspiració­n que lo llevaba a describir el motivo de su soledad. El fuego es siempre, también, un sonido que va repitiendo, sin fin, esa palabra, fuego, y cuando es llama y es hermoso el fuego que parece poema y es destrucció­n es a la vez, también, música, un dolor que dice su nombre mientras amenaza o mata. Los niños miran el fuego y el éxtasis que consiguen se parece al éxtasis, a la expectació­n, que al fin es el origen de las nuevas palabras.

Luego lo vi hablar del Alentejo, del suelo fértil, de los árboles, un viejo, su abuelo, abrazado a las figuras del bosque, era una voz de tierra, su apetito por la naturaleza halló habitación más tarde en las cenizas que había domado el lanzaroteñ­o César Manrique, que murió un año antes de que llegara Saramago y que había hecho de la isla una obra de arte. Delante de aquella casa, A Casa, estaba el aire que quiso. Dentro de la casa los libros lo mantenían alzado del suelo, las novelas le regalaron imaginació­n a la realidad, esa forma suya de construir con metáforas las amenazas que lleva dentro la palabra futuro.

Lo vi desfallece­r, estábamos con él aquella noche. Le escuché decir, en portugués, até a manha, había una luz como de adiós en la cocina, un día después A Casa era su herencia, murió Saramago, Lanzarote estaba sin él, partía el avión a Lisboa, de donde venía el aire que quisieron quitarle, y él regresaba portando también el aire de Lanzarote. Aquella fue la muerte de un hombre, su sombra es una isla que viaja.Durante el trayecto nadie dijo nada. Iba, en medio del pasaje familiar, Pilar del Río. En mi memoria viajaba, ya era historia, palabra escrita, poema, José Saramago, un hombre de pie.

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FIDEL SCLAVO
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