Joe Biden-Xi Jinping cara a cara: la cumbre de la necesidad
Si se requería una evidencia sobre la profundidad de la crisis económica que envuelve al mundo, la acaba de brindar el encuentro de tres horas y media entre los presidentes de EE.UU, Joe Biden y de China, Xi Jinping. El acercamiento, impensado hasta hace poco, entre los líderes de las dos mayores estructuras capitalistas del planeta, está impulsado menos por las afinidades que por la necesidad. La cumbre, en los laterales del G20 de Bali, no disuelve, ni posiblemente lo haya pretendido, la rivalidad entre las dos potencias, menos aún en una etapa de acentuado nacionalismo proteccionista. Tampoco apaga la competencia central de la época que se define por el liderazgo tecnológico, carrera en la cual solo los obstáculos occidentales atenúan la embestida de la República Popular.
Yu Jie, un sinólogo del Chatham House de Londres, lo refiere con ingenio como “un paso de bebe” y subraya: “Pero un paso en la dirección correcta. No resolverá las diferencias substanciales entre ambos lados, pero alivia el deterioro de las relaciones binacionales”. Eso se notó de inmediato en las reacciones en ambas capitales. Se multiplicaron las marcaciones sobre la “franqueza” y cercanía entre los líderes, según la descripción de Biden quien se desplazó al hotel del jerarca chino para saludarlo en el inicio del encuentro. “Un intercambio profundo y constructivo”, sostuvo el vocero del presidente asiático. Con cautela los órganos de prensa de la República Popular remarcaron que “la coexistencia es posible”. Notable.
Se trata del rescate de un vínculo que para otros especialistas, como David Sacks del Council on Foreign Relations, podría conducir a un entendimiento compartido para establecer límites a la competencia binacional evitando riesgosos desvíos. “Si bien eso parecería ser un resultado modesto, sería un desarrollo positivo para una relación que se ha deteriorado constantemente”.
Estas miradas son correctas pero exponen una falla. Este encuentro, sin dudas el hecho más sobresaliente de la actual etapa, no debería suponerse motivado en amortiguar el riesgo de un choque en la carrera por la hegemonía. La noción de una guerra entre las potencias que confirme la trampa de Tucídides, según la cual la estructura emergente disputará inevitablemente con la que rige, entretiene la mirada de una legión de analistas. Pero la escena está lejos de ese desenlace debido a una condición de mutua necesidad. Lo importante, en la trastienda de este acercamiento, es que lo constituye aquella crisis que requiere algún tipo de acuerdo que evite un colapso sin ganadores en el sistema de acumulación. La economía, se sabe, es la usina de la política, para bien o para mal.
La guerra en Ucrania es relevante en ese punto, aunque no esté en el centro de la formulación. Es un defecto a resolver. Ese conflicto aceleró un deterioro global que ha venido escalando desde antes de la otra crisis ligada a la pandemia. Previo a 2019, cuando comenzó a brotar la enfermedad, se multiplicaban las señales del final de un ciclo largo de la economía. Emergía de operaciones que aseguraban rentas superiores en el corto plazo contra el largo. Un fallido que exponía la desconfianza en el futuro. La inversión de la curva de rendimiento ha sido un indicador histórico de la llegada de la recesión.
Últimamente este fenómeno se hizo nuevamente evidente. Hace tan poco como en abril, el rendimiento del bono del Tesoro de EE.UU. a diez años pagaba menos que la colocación a dos años. Desde los ‘70 estos comportamientos han encendido una luz roja en el tablero. También ese alerta titilaba antes del fin de la década pasada cuando el FMI y el Banco Mundial planteaban la necesidad de un acercamiento urgente entre Washington y Beijing que mantuviera en movimiento la rueda del sistema. Esas voces se alzaban contra la guerra comercial proteccionista que la casa Blanca de Donald Trump había lanzado con enormes cuotas de soberbia contra Beijing.
La interacción económica de China con el resto del mundo, particularmente con Europa y Norteamérica, convertía ese tipo de maniobras nacionalistas en una bomba de relojería para todo el sistema. Ese llamado no fue escuchado, tampoco por el nuevo gobierno de Biden. Hace dos años, en la cumbre de marzo de 2021 en Anchorage, Alaska, diplomáticos chinos y norteamericanos se mostraron los dientes, en un choque de enorme agresividad construido en la suposición de que se ganaría en el enfrentamiento. Por eso es tan relevante la cita presidencial de Bali. Esta vez la profundidad de la crisis es tal que impide distracciones y obliga a postergar claves contradicciones en la agenda bilateral, incluyendo cuestiones agudas como el destino de Taiwan.
Veamos cuál es el contexto. Hace pocas horas en el G20, la titular del Fondo Monetario, Kirstalina Georgieva, llamó la atención respecto a un agravamiento de la situación global a extremos que, dijo a los presidentes, “podemos estar caminando como sonámbulos
Es un extraordinario dato político. Lo motiva una crisis global que obliga a este paso a las dos mayores economías capitalistas del presente.
hacia un mundo que más pobre y menos seguro”. Sostuvo que ciertos “signos esperanzadores de recuperación” que brotaron el año pasado, se desplomaron “por una desaceleración abrupta en la economía mundial debido al Covid, la guerra en Ucrania y los desastres climáticos en todos los continentes”.
Esos desarreglos se enredan con la consecuencia de una inflación sin precedentes en más de cuarenta años, como exhibe el Reino Unido, entre otras plazas centrales, y el ataque congelador del aumento de las tasas. El informe de perspectivas del FMI, difundido a comienzos del pasado mes de octubre, puntualiza a su vez que la economía planetaria caerá de 6% de crecimiento el año pasado a 3,2% en 2022, pero significativamente a solo 2,7 en 2023, en términos optimistas.
“Es la previsión más débil desde 2001 excepto por la crisis financiera mundial (de 2008) y la aguda fase de la pandemia y refleja una desaceleración significativa entre las economías más grandes”, consignó. El FMI habla de
“desafíos turbulentos” que experimenta el mundo y lo prueba con el dato de que un tercio de los países se contraerán entre este año y el próximo, con dos trimestres de reducción de su PBI, es decir recesión técnica. Ese escenario impacta a nivel social, pero en los vértices preocupa especialmente porque reduce el espacio de los mercados. En un mundo que no crece los países pierden poder. La perspectiva de China es igualmente ominosa, con una expansión en su peor nivel en cuatro décadas.
EE.UU. y la República Popular se necesitan por la extraordinaria interacción de sus economías. Ese vínculo se agudiza contradictoriamente en momentos que los intereses norteamericanos se han desplazado casi totalmente a Asia, de ahí el abandono de los antiguos escenarios que centralizaban la agenda de la Casa Blanca, Oriente Medio, por ejemplo. Eso es así porque el futuro está en el Asia Pacífico. China lo sabe y ha intentado preservar su influencia en su espacio inmediato reforzando su nacionalismo. Eso explica el endurecimiento del régimen y la consagración de Xi Jinping como un virtual emperador en el reciente XX Congreso del PC. Esa transición es polémica, aunque exhibe cuotas de realismo. El líder chino asume el poder total, pero se rodea de algunas figuras que pueden llegar a sorprender, como el casi seguro futuro primer ministro, Li Qiang, un dirigente de fuerte lealtad al presidente, pero promercado y vinculado a los grandes capitales chinos con los cuales ha disputado Xi Jinping. Ese hombre de perfil pragmático es quien tendrá la responsabilidad de reimpulsar la economía del gigante asiático y seguir vinculándola con EE.UU.
La guerra de Ucrania, como ya se señaló, es
un desperfecto en el sistema, mucho más ahora debido a esta coyuntura. No sorprende entonces que Beijing se haya sumado a Occidente y a la India en la declaración final del G20 que, más allá de las inevitables vueltas retóricas, condenó el conflicto y profundizó el aislamiento del autócrata ruso Vladimir Putin a quien solo parece acompañarlo el desconcierto.
Es muy probable que más temprano que tarde, el mundo asista a una enorme sorpresa sobre el destino de Rusia y de la guerra que ha ingresado en un plano inclinado donde la posibilidad de Moscú de imponer condiciones de salida es cada vez más escasa. Un dato que no es ajeno, comienza a notarse, para el aliado chino. ■