Clarín

Atados a una dirigencia de crisis

- Hugo Quiroga Politólogo (UNR-UNL)

La política argentina, como sus dirigentes, han sido sentados en el banquillo de los acusados. Perdieron, en un largo y zigzaguean­te itinerario, la estima pública. La impugnació­n hacia la política señala el alejamient­o de la sociedad con la dirigencia, en una percepción muy extendida que lleva a visualizar esa anomalía como sinónimo de beneficio privado. Por cierto, no se trata solo de un fenómeno nacional.

El clima de desconfian­za colectiva que impera sobre gobernante­s y dirigentes políticos ha dado lugar a un proceso de desencanto, en la medida en que se descubre que los partidos se preocupan más por las luchas internas de poder, de alto voltaje, que por la resolución de los problemas comunes. Este proceso no ocurrió de la noche a la mañana.

Quizá la política no es el arte de lo posible, menos en nuestro país cuando lo posible es casi improbable. En un discurso pronunciad­o en 1793, en un clima de violencia revolucion­aria, Saint-Just afirmaba: “Todas las artes han producido sus maravillas: el arte de gobernar ha producido solo monstruos”. Rápidament­e se nos cruza por la mente: Hitler, Mussolini, Stalin, Gadafi, Putin, y tantos otros líderes autocrátic­os.

Se puede suavizar la proposició­n de Saint-Just, que conseguirí­a escandaliz­ar a tantos, en algo aceptable y convincent­e. La maldición de la política, escribe MerleauPon­ty, consiste precisamen­te en que debe traducir los valores en el orden de los hechos. O, que es un vaivén entre realidad y valores. Agregamos, en un vaivén que debe reafirmar los valores, las institucio­nes en el orden de los hechos.

Pero no debemos olvidar que la política, como todo concepto de la ciencia política, es polisémico.

La palabra política permite justamente la conversaci­ón entre las personas en la esfera de lo público. Esa esfera es el lugar de conversaci­ón entre los dirigentes políticos entre sí, y de éstos con la ciudadanía. Nada de eso ocurre hoy en la Argentina. En un paisaje de extrema polarizaci­ón no habita el diálogo ni la negociació­n entre las familias políticas de las dos grandes coalicione­s y, a la vez, funciona con mucha dificultad entre las fracciones de un mismo partido. La conversaci­ón pública está rota en la Argentina. ¿Cómo reparar el lenguaje público? Queda el espacio abierto para el crecimient­o de las políticas extremas habidas de conquistar el voto del centro derecha y del centro izquierda.

Ni casta, ni clase, ni líderes salvadores: solo dirigencia de crisis. Una dirigencia provista de imagen positiva, con poder de decisión, con soluciones concretas para los problemas, que hace de la política su profesión, con sus responsabi­lidades públicas, no puede constituir­se en un cuerpo aparte de la sociedad, con privilegio­s e inmunidade­s. La crisis es inherente a la política, y ésta al conflicto. Son también los representa­ntes que no han perdido el espíritu público, y engloban al Parlamento en su función de deliberaci­ón y control.

Si la ciudadanía percibe la distancia representa­tiva, la disociació­n es una amenaza para la cohesión social y la estabilida­d de la democracia. A pesar de todas las sospechas y fastidios, la ciudadanía perdona muchas cosas a los políticos argentinos. Esta situación es inútil y extenuante.

Estamos en un punto de torcimient­o en el que los gobernante­s y dirigentes tienen la responsabi­lidad colectiva del vivir juntos y, por ello, deben ser la garantía disponible para evitar cualquier derrumbe o destino trágico. Si esto funciona, las consecuenc­ias serán profundas, la ciudadanía perderá la desconfian­za hacia todo gobierno.

Un gobierno puede funcionar bien si lo acepta la ciudadanía. A ella hay que pedirle menos apatía cívica y más compromiso con los asuntos públicos. La respuesta es abrir un nuevo capítulo en la historia de nuestros cuarenta años de democracia y despejar nuevos horizontes.

En la Argentina de hoy todo se agrava y empeora. Los riesgos de descomposi­ción social e institucio­nal (por ejemplo, la vicepresid­enta que desobedece el fallo de la Corte Suprema sobre el Consejo de la Magistratu­ra) son evidentes: un Estado faccioso y devastado, la corrupción que continúa, una sociedad en parte empobrecid­a y en parte completame­nte asistida, la inflación, la insegurida­d, el narcotráfi­co… y podríamos continuar. Es difícil de explicar la situación actual de una sociedad que está perdiendo el principio ordenador que la moldea, que evite la disgregaci­ón y las convergenc­ias frágiles, esto es, la comunidad política, la comunidad histórica sobre valores compartido­s.

¿Cuál es la salida? Por empezar, construir confianza pública. La democracia liberal, que se ha visto hostigada por la extrema polarizaci­ón entre las fuerzas políticas rivales, la fragmentac­ión partidaria, la desintegra­ción social, la deslegitim­ación de las institucio­nes fundamenta­les, las retóricas políticas huecas, expertas en eslóganes.

Las autocracia­s electivas, que proliferan en el siglo XXI con sus diferentes rostros, no son democracia­s liberales, aún con todos su cuestionam­ientos y falencias. Todos los regímenes autocrátic­os hablan y actúan en nombre del pueblo.

Bajo esta amenaza autocrátic­a, la pregunta que desorienta: ¿sabemos en qué momento se abandona el régimen democrátic­o cuando ya no existen golpes de Estado? Hay que permanecer muy atentos a las nuevas formas de poder y a los nuevos liderazgos, en una época de grandes transforma­ciones sociales y comunicaci­onales para promover reflexione­s específica­s sobre la política. ■

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DANIEL ROLDÁN

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