Clarín

Enzensberg­er, encicloped­ista del siglo XX...y del XXI

- Juan Cruz Ruíz

Vestido de blanco, con rayas diluidas en su traje de caballero y de poeta, acudió en 2011 a ser, una vez más, testigo del mundo. Estuvo años atrás en la esperanza cubana, que de a poco se fue diluyendo como el Titanic, y esa además fue su metáfora cuando pasó el tiempo y se dio cuenta de que aquellos claveles eran, al fin y al cabo, falsificad­os. Fue, por supuesto, un niño y un adolescent­e en la guerra mundial que tuvo a su país, Alemania, como la raíz de un desastre del que escribió muchas veces, y sobre todo lo hizo en uno de sus últimos libros, Un puñado de anécdotas.

Pero aquella vez, en 2011, Hans Magnus Enzensberg­er, que acaba de morir en Múnich, donde vivía, a los 93 años, venía la capital de España para observar en primera persona, como siempre había hecho en los viajes que emprendió por el mundo, qué era aquel testimonio juvenil que se llamó 15M. Ese mayo español le llamó la atención por la juventud y también por el fuego que representa­ba: Europa, machacada por la crisis económica, España, en peligro de regresión política, significab­a para él, otra vez, una ceremonia confusa de cristales rotos. Los jóvenes, pensaba él, y por eso hizo ese viaje, tenían las palabras, iban a significar una esperanza en un continente quieto que, al fin, conocía una revolución.

Que esa revolución se hiciera en España particular­mente importante para él, porque él fue, a principios de los años ochenta, el que vino como testigo europeo, entre otros, a ver qué demonios pasaba con los cristales rotos que habían dejado la guerra civil, la dictadura y la posguerra.

Hizo esa pesquisa en una serie de artículos que escribió para El País, y nunca dejó de interesars­e por este país. No lo hacía sólo porque detrás de nuestra historia estuviera una maldita alianza con el nazismo alemán y con el fascismo italiano, cuya huella sigue entre nosotros en las bravatas que ahora se leen en los medios y que tan presente está en la penosa impresión que ofrecen los ultraderec­histas en el Parlamento. Lo hacía porque era un europeo, y esa pertenenci­a a Europa le provocó la idea de apoyar a que nunca se rompiera esa esperanza continenta­l.

Así que ese viaje suyo a conocer de cerca el 15M no era tan solo una excursión de alguien que ante el paisaje de la historia tuviera únicamente curiosidad intelectua­l. Él era un europeo comprometi­do con lo que era este continente que tuvo alguna vez, y por mucho tiempo, huellas horribles de la maldad, como las que ahora se ven en Ucrania y no tan solo.

Él se preocupó por otros lados hispánicos, porque al horror que le produjo la triste derivación de Cuba se le sumó, más adelante, el desastre nicaragüen­se, que también malogró una revolución. Pues era hispano, incluso rabiosamen­te español, aunque fuera tan alemán que dedicó los mayores esfuerzos de su vida a mirar hacia adentro, al país del que venían él y muchos otros y, por supuesto, Alexander Humboldt, el genio para todo que hizo de su pasión por la naturaleza (de América, de Tenerife, por cierto, de todas partes) una ciencia y también una obligación de conocimien­to..

Vivía en una calle sin salida de Múnich, en

El escritor, poeta, traductor e influyente intelectua­l alemán que murió el jueves a los 93 años, en Munich, fue un europeo comprometi­do con su tiempo y un librepensa­dor cabal.

una casa limpia, nítida; su cocina era también su biblioteca. Aunque él fumara como si no hubiera respuesta de los pulmones, en la casa sólo olía a libros. En la estantería más larga estaban todos los libros de Humboldt (todos, y eran más de cuarenta, no los conté), que él había editado para Suhrkampf, su editorial, con minuciosid­ad de orfebre.

Era un clásico, como escritor y como persona, pero era también un caballero moderno, interesado por todo lo que ocurriera, en el cielo, en las imprentas, y en la tierra. Una vez subimos con él al Teide, en Tenerife, adonde fue a tener un diálogo con Vicente Verdú, y cuando creíamos que se había perdido entre las viejas lavas resultó que estaba pie a tierra como si quisiera escuchar el alma de los volcanes. Entonces desconocía­mos que él tuviera tanta relación intelectua­l con Humboldt. Él redescubri­ó allí una de las fuentes de inspiraera ción de su héroe, pues el hombre al que dedicó tanta tarea intelectua­l estuvo en la isla para saber de qué estaba hecho aquel hermoso volcán que se llama Teide.

Enzensberg­er era un ser humano extraordin­ario, ligero de equipaje siempre, ligero como el aire como poeta, esencial como un intelectua­l de su tiempo, en el que no cabían bromas sino compromiso. Aun así, Enzensberg­er escribió libros muy acerados, llenos de humor, y eso fue así hasta el final de los tiempos. En enero de 2022, hace nada, apareció en Babelia de El País, donde este periodista trabajaba aun, una reseña que hice de unos de esos libros que tenían navaja dentro. Un puñado de anécdotas (publicado como casi todos los suyos por Anagrama), decía uno mismo en el frontis de esa recensión, “debería leerse con campanilla­s, en las librerías y en los suplemento­s, para que el lector sepa que perdérselo sería algo así como un fracaso personal”.

Ese volumen breve y acuciante reseñaba cómo fue aquel niño viendo desplegars­e ante él la raíz de un mal, el nazismo, que no sólo acabó con Alemania, sino que contaminó, tristement­e, a un país como el nuestro. Él escribía esa autobiogra­fía con el rigor de la historia y con el distanciam­iento (brechtiano) de la tercera persona. No se escondía, pues se llamaba M su personaje, y representa­ba, en esa escenograf­ía de sus primeros años raros, “la miseria que luego sería un montón de escombros sobre los que sonaron las músicas triunfales de los americanos que se hicieron cargo de que, sobre ese detritus, se fabricara la Alemania que luego hemos conocido” (fin de la autocita, disculpen).

Terminaba así el que sería, al menos entre nosotros, su libro final: “Cuando él escribe sobre sí mismo,/ escribe sobre otro./ En lo que escribe/ él se esfumó”. Como un Cesare Pavese alemán y contemporá­neo, escribió esa memoria como si se despidiera de un país que vivió la angustia y el dolor y la hizo padecer a otros, y que en él tuvo la amargura y la sabiduría de la autocrític­a.

Aquel día en que vino a Madrid, otra vez, a ver qué cristales se rehacían en la Puerta del Sol del 15M, era otra vez un europeo consciente de que el porvenir, otra vez, debería estar en manos de los jóvenes revolucion­arios,

aunque se equivocara­n. Allá fue, en aquella plaza del futuro y de la algarabía se encontró, me acuerdo, con José Luis Sampedro, hablaron en inglés, se hicieron amigos de los muchachos caminantes. Y él se volvió a Múnich. Años después, en 2018, lo vi otra vez en Múnich. Le pregunté cómo iba Alemania. “Más o menos tranquila. Hay una derecha populista como en todas partes, como en Francia y en Escandinav­ia. No me preocupa en absoluto porque no van a vencer. Son personajes no fiables que disputan entre ellos”.

A esa edad, cerca de noventa años, me dijo, ya no iba a volver a España ni a ningún sitio, y por eso no haría jamás otra visita como aquella que hizo a la Puerta del Sol. “Ya no voy a volar más. No tengo ganas de estar en los aeropuerto­s, los odio, te chequean por todas partes, te quitan la ropa, los zapatos, ¡no lo acepto!”. Por aquel entonces había rescoldos del conflicto catalán. Me dijo que le daba pena el discurso nacionalis­ta. “Cuando hablar castellano fue un problema en Cataluña perdí el afecto por ese país. Antes a todo el mundo se le permitía hablar el lenguaje que quisiera. Es una locura”. Después de que saliera en España Un puñado de anécdotas le escribí explicándo­le que no se podía entender el mundo, aquel de la pandemia y el fuego final de una época de Europa, cuando empezaban las guerras otra vez. Me dijo que ya no tenía ganas ni salud de seguir intervinie­ndo en lo que sucedía. Y murió anteayer, una luz en Europa, una conciencia del mundo, un encicloped­ista del siglo XX… y del XXI.w

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FIDEL SCLAVO
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