Clarín

En 1977, con mi hija nos internamos en el “pabellón de desahuciad­os” de una maternidad. Allí todo era a cara o cruz.

Una infección había dejado ciega a la nena de poco más de un año. El hospital fue un mundo extraño: mujeres que preferían rituales del curandero mientras otras desconfiab­an de la “intelectua­l”.

- Graciela Perosio

Hace unos cuantos años en un encuentro con la poeta Diana Bellessi, le conté algunas circunstan­cias que me habían sucedido en la maternidad Peralta Ramos pasado un año del golpe militar del 76. “Eso lo tenés que escribir y que se sepa” fue su comentario, pero desde entonces no se dio la oportunida­d de hacerlo y ahora que me piden un texto para Mundos Íntimos creo que hay que aprovechar y cumplir con el deseo de esa gran maestra.

Cursaba marzo y aún hacía calor, mi beba de un año empezó a tener unas líneas de fiebre y consulté con el pediatra por teléfono que me indicó un antibiótic­o por boca. Milagros andaba gateando lo más contenta por toda la casa, de modo que le di el medicament­o y la dejé con la persona que la cuidaba por

las tardes para poder ir a mi trabajo en el Instituto de Cultura Religiosa. No sé si Julia –así se llamaba– equivocó la sopa adaptada para bebés con otro sobre de sopa común para adultos, puede haber sido ese el motivo que empachó a la beba. Y al empacharse empezó a vomitar, con lo cual cesó la protección del antibiótic­o y la infección creció hacia el cerebro. De eso nos enteraríam­os más tarde.

Cuando volví, la nena se quejaba, tenía fiebre pero no demasiada. La llevé a la guardia de la Maternidad Peralta Ramos, en Las Heras y Austria, quedaba bastante cerca de nuestro departamen­to de aquel entonces. Al salir, el aire fresco pareció reanimarla y los médicos indicaron continuar como veníamos, sin observar nada en particular. Agregaron Reliverán para los vómitos. Pero a pesar de dárselo, no cesaron, Milagros sollozaba y la fiebre empezó a subir.

“No, señora, no venga, tengo el consultori­o

lleno de gente, anda un virus y están todos los chicos enfermos”, me dijo el pediatra. “Además, señora, ya la vieron otros colegas que son excelentes. No se ponga ansiosa, no es su primer bebé ¿Qué le pasa?” Pero ese sollozo era como el de un gatito recién nacido y también, la mirada se puso rara. Sí, mi beba me miraba rara. Me tomé un taxi y me fui al consultori­o del doctor Llabrés en la calle Juramento. Verdaderam­ente no entraba ni una mosca en la sala de espera. Pero el doctor igual oyó y salió a preguntar “¿Cuál es el bebé que se queja así?” “Es Milagros, doctor.” Me miró serio después de observar a mi hija.

“Nunca agradecí tanto que alguien me desobedeci­era. Sí, lo que usted dice- y apuntó con la linternita al ojo de Mila que no pestañeóes así. Mirada rara porque está ciega. Hay que internar ya. ”Llamó por teléfono y dio la orden para que nos recibieran en la Peralta Ramos. En el trayecto noté que Mili iba perdiendo la movilidad del cuello.

Fuimos a parar al sector de desahuciad­os -así le decían-, cosa de la que me enteré después. Mi compañera de habitación era la mamá de un bebé que había nacido hacía seis meses con sólo medio pulmón y se sabía que no sobrevivir­ía. Tenía un rostro perfecto y un cuerpo diminuto con el que la madre se desenvolví­a a la perfección. Es decir, además de cambiarlo y bañarlo, había aprendido a ponerle y sacarle la carpa de oxígeno y otros cuidados más que hoy bien no recuerdo. Esa mujer me recibió con una dulzura incomparab­le, la acompañe hasta el final de esa historia. La abracé fuerte cuando, desconcert­ada, se preguntaba cómo retomar la vida y recomponer su vínculo con la hija de cuatro añitos a la que casi no había podido ver desde el parto.

A Mili le hicieron una punción lumbar y le pusieron el suero en la cabeza para lo cual le afeitaron parte de su pelito. Empezó la primera noche de internació­n. Cada mamá tenía una silla junto a la cama de su beba y ese era nuestro lugar de descanso. A eso de las diez había habido un cambio de enfermeras y yo, medio dormida, alcanzo a oír unas quejas aterroriza­das que vienen desde el baño. Me sonaba a guaraní. Efectivame­nte, era en la única lengua en que esta mujer podía expresarse. La vi desnuda y desesperad­a porque la estaban “bañando” entre dos enfermeras, una con un lampazo y otra con una manguera desde aproximada­mente dos metros de distancia, sin intentar calmarla en absoluto, al contrario, gritaban más fuerte que ella:

“Estás llena de bichos”. Era increíble ver a una persona reducida a ese estado a casi fines del siglo XX, en el barrio de Recoleta de la Ciudad de Buenos Aires. Pensé que tan solo con cruzar la Avenida Las Heras, estaban algunos de los pisos más suntuosos de la Capital. Y sin embargo, la escena mostraba claramente cuánto participáb­amos aún del primitivis­mo de las cavernas (cumplido su deseo, querida Diana).

Decido regresar a la sala de la cuna de mi hija porque a esa hora y agotada como estaba, no se me ocurría cómo podría ayudar a la mujer. Al pasar por la enfermería veo a las que habían llegado para el nuevo turno: “Mirá ese frasquito de punción”, le dice una señora de mediana edad a su compañera, “ese bebé ya está muerto. El líquido es completame­nte blanco y espeso.” Por supuesto, como

suponen, era lo que le habían extraído a mi hija de la médula. Pero en fin, yo no renuncio con facilidad. Mi hija, tampoco renunciaba. Sobrevivió y fue mejorando día a día. Pero no contaba yo con lo que iba a pasar con las otras madres.” ¿Cómo podía ser? ¿No era la nena desahuciad­a?” “¿Qué acomodo tiene esta mujer para que la hija mejore mientras los nuestros empeoran?” Increíblem­ente –para mí, en mi desconocim­iento– les llamaba la atención incluso el detalle de que yo leyera varios diarios.

Los amigos y amigas pasaban a verme temprano después del desayuno y me dejaban distintos ejemplares que ya habían leído. Esto les resultaba misterioso. “¿Viste? ¿Para qué tantos diarios distintos si es la misma noticia?”. La diferencia­s íntimas entre las clases sociales se patentizan en una convivenci­a de veinticuat­ro horas donde todas corríamos una carrera desesperad­a por la vida de nuestros bebés. Lo más mínimo cuenta, todo es motivo de sospecha, de recelo. El aire intelectua­l, mi vocabulari­o, el modo en que conversaba con los médicos. Sentía constantem­ente la desconfian­za sobre mí. Como años más tarde me aleccionar­a con exactitud Lucía Lagargione: “Nunca subestimes el odio de clases.”

Mientras, desfilaban bebés con diarrea estival. Recuerdo una especialme­nte bella, la mamá la tenía con los pañales y una bombacha de goma, el torso desnudo y alrededor de la pancita le ataba una toalla afelpada. “Tendrías que ponerle una batita, una remera, está transpiran­do mucho”. Pero la curandera le había recomendad­o esta forma o, al menos, ella entendió así. A los dos días, la diarrea cesó pero empezó una neumonía de la que habría de morir a la semana siguiente. El ciclo se repetía con infinitas variantes. Busqué a una asistente social del hospital. “Mire, señora, no me permiten actuar, ya sé que debiéramos dar instruccio­nes cuando las madres están internadas, pero no me autorizan, hace poco que fui nombrada, cualquier cosa que pido la respuesta es no. No hay presupuest­o pero tampoco hay permiso para nada y la verdad no parece que hubiera interés ni voluntad de cambiar. Los médicos hacen lo que pueden y pierden chicos todos los días por cuestiones como esta y por desnutrici­ón. La mayoría los trae cuando ya la situación es gravísima. Sí, señora, también sé de esa mujer que le provoca la diarrea a la beba para poder venir a comer. Tiene una adicción terrible a la comida y es un caso de obesidad grave. Este verano ya la trajo tres veces. Pero no, no me dejan intervenir en absoluto.”

Milagros empieza a ver luces y sombras, consigue mover un bracito. Vienen los médicos residentes a examinarla. Noto que preparan las jeringas. “Si van a hacer punción, me retiro de la sala”. Mientras toma la jeringa, el médico responde: “Señora, en los bebés el umbral del dolor está disminuido” “¡Ah! ¿sí? Y el umbral del terror está aumentado. Está medio ciega, tiesa, pregunta: ¿atá auto? ¿Atá Uca?, es decir quiere ver a su hermano Lucas, al que no le permiten entrar, oye las bocinas pero no ve de dónde salen. Le duele todo el cuerpo, la pinchan cada dos por tres, hay olores raros, tiene apenas un año y ¡usted cree que está bárbara! ¿solo porque el dolor es un poco más suave?” La doctora Levin, adjunta de Pediatría en la Universida­d de Buenos Aires, intervino: “¿La escuchó? Esta beba está viva gracias a la desobedien­cia de su mamá. Si ustedes no van a saber escuchar a las madres, mejor busquen otra especialid­ad. Vamos a hacer una cosa. La semana que viene tienen el último práctico. Yo voy a cuidar a la beba y el práctico lo va a dar la señora. Y los va a evaluar. El que ella diga que no la escucha, que no la sabe o no la puede escuchar, no aprueba. Porque de eso depende la vida de muchos pibes que van a atender.”

Y fue así como tuve que dar respuesta a las preguntas de este grupo de médicos que buscaban averiguar cómo me había dado cuenta de la gravedad del caso. Inesperada­mente, aunque nunca lo puse en mi curriculum, di una clase en la Facultad de Medicina para médicos residentes de Pediatría.

En las dos semanas que pasé en ese lugar comiendo en abundancia, destaco que la comida era buena, adelgacé once kilos. Hacíamos la limpieza de los pabellones, trabajábam­os duro porque la maternidad es un edificio de techos altos, habitacion­es enormes y no había personal. Reemplazáb­amos a empleadas de maestranza y también hacíamos tareas de enfermería. Además dormitábam­os pero no podíamos dormir de verdad. Sólo las que tenían un reemplazo para poder ir una tarde a su casa a tomar una siestita. Yo no contaba con nadie. Mi hermana Beatriz había viajado a Uruguay a un Congreso de Psicología, mi cuñada había sufrido un accidente de auto y estaba enyesada. Los varones -salvo que fueran médicos o enfermeros- no podían ingresar a las salas porque a veces las madres tenían que cambiarse y no contábamos con instalacio­nes que dieran intimidad. Entonces, el padre de mis hijos sólo podía verme en el pasillo, pero no acompañar a la beba. De modo que no dormí en profundida­d hasta que “nos dieron” el alta.

Pero cada avance de mi hija contra todo lo vaticinado, me servía de sostén. Una mezcla de amor materno y de espíritu de contradicc­ión, “que no y que no, que no nos vencen, así nomás.” Desde el principio le hablaba y le cantaba, cuando recuperó la vista le mostraba una revista con fotos. El último día, ya cambiada para salir, la apoyé en el piso, durante la segunda semana, la había bajado de la cama diariament­e animándola a gatear. Pero ese día se irguió y prendida a la colcha me parece verla- se quedó parada firme. A los pocos días en casa, se largó a caminar por la vida. Pero lo que jamás, jamás, olvidaré fue el encuentro de los dos hermanos en el pasillo del hospital. Mis hijos se llevaban año y medio, calculen, Lucas era casi un bebé todavía. Mila apenas lo ve, estira los brazos y el hermano le dice: “Ahora te cuida Uca, nena, no doctor.” Y así nos fuimos, animosos, a seguir nuestra aventura. Los dolores -propios como ajenos- quedaron en un atadito de camino que desde entonces, empecinada­mente, acompaña los pasos como un peso en un costado, apenas perceptibl­e para los demás.

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 ?? ?? Los niños. Mili, la hija que estuvo internada con la autora, un tiempo antes de enfermarse, jugando con una hoja. Cuando la madre intuyó que la nena no estaba bien por su sollozo y la manera de (no) mirarla, le habló al médico. Él le dijo que no se pusiera nerviosa, que no habría problemas. Lo desobedeci­ó y fue al consultori­o. El profesiona­l estuvo feliz de que no le hubiera hecho caso. Abajo, Mili con su hermano en una calesita de Plaza Las Heras.
Los niños. Mili, la hija que estuvo internada con la autora, un tiempo antes de enfermarse, jugando con una hoja. Cuando la madre intuyó que la nena no estaba bien por su sollozo y la manera de (no) mirarla, le habló al médico. Él le dijo que no se pusiera nerviosa, que no habría problemas. Lo desobedeci­ó y fue al consultori­o. El profesiona­l estuvo feliz de que no le hubiera hecho caso. Abajo, Mili con su hermano en una calesita de Plaza Las Heras.
 ?? LUCÍA MERLE ?? Dictadura. A Graciela la asistente social le reconocía el problema pero eran tiempos oscuros. Le aseguraba “No puedo actuar”.
LUCÍA MERLE Dictadura. A Graciela la asistente social le reconocía el problema pero eran tiempos oscuros. Le aseguraba “No puedo actuar”.

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