Clarín

Donde el derecho no puede llegar: Europa y la guerra

- Lorenza Sebesta O’Connell Historiado­ra, Centro Europeo Jean Monnet, Universida­d de Trento, Italia

Lo decía uno de los juristas que más energías puso en encontrar nuevas sendas para contener la violencia de las guerras: “el problema no es jurídico, sino político”. Me refiero a Antonio Cassese (1937-2011), universalm­ente conocido por sus escritos sobre guerra, genocidio, tortura y terrorismo, así como por su incansable actividad de hacedor de institucio­nes internacio­nales en estos ámbitos; a él se debe, entre otros, el Tribunal Penal Internacio­nal para la ex Yugoslavia. Lo más importante, a su parecer, era la conformaci­ón de una opinión pública mundial, capaz de pedirles cuentas a los responsabl­es.

La resolución que el Parlamento Europeo (PE) aprobó el miércoles 23/11 “sobre el reconocimi­ento de la Federación Rusa como estado promotor del terrorismo” podría ser interpreta­da como un paso en esta dirección. Sin embargo, la retórica utilizada no lo corrobora.

Más que el arranque de un debate público anclado en la distinción crucial entre hechos y opiniones, parece profundiza­r una infeliz resolución de 2019, que se refería a la Segunda Guerra Mundial como “el resultado directo del infame Tratado de No Agresión nazi-soviético de 23 de agosto 1939 [el Pacto Mólotov-Ribbentrop].”

Como respuesta, la Cancillerí­a definió al Parlamento Europeo como un “promotor de la idiotez”. Es bien sabido el amor ruso por el humor popular, lo que llevó Putin en 2019, en una premonitor­ia entrevista al Financial Times, al cerrar un intercambi­o acerca de su propensión al riesgo con un conocido dicho ruso: “Quien no toma riesgos, nunca bebe champagne”.

Más allá de los sainetes, la resolución abre importante­s interrogan­tes teóricos y políticos. De una parte, hay la espinosa cuestión de la definición legal de “terrorismo” y, tarea aún más delicada, de “los estados promotores del terrorismo”; el debate entre juristas no ha logrado todavía cristaliza­rse en una communis opinio.

Esta sí, existe, sobre ciertos “crímenes de guerra”, una categoría que empezó a definirse en convenios internacio­nales a partir del final del siglo XIX y sigue ampliándos­e. Pillajes y torturas, de los cuales son acusadas las fuerza rusas, lo son plenamente. Sobre si los ataques a “las infraestru­cturas civiles” puedan ser objetivos militares legítimos existen amplias reservas; de hecho, han sido históricam­ente los principale­s blancos de las fuerzas aéreas en todo conflicto.

De igual forma, “la crisis alimentari­a global”, cuya responsabi­lidad se le imputa al atacante, es una consecuenc­ia de las operacione­s bélicas tanto como del sistema especulati­vo que domina el mercado agrícola mundial.

Las guerras, independie­ntemente de que sean ilícitas o no, no son juegos de ajedrez entre dos fuerzas militares -como se conceptual­izaron en el siglo XVIII- sino una modalidad incivil de llevar a cabo la política, siguiendo a Clausewitz. Más allá de si un hombre o una mujer resulta muerto por bayoneta o misil, con mayor o menor gentileza, siempre se trata de lo que, en la vida civil, sería un asesinato.

Esta guerra, mediatizad­a según el estilo morboso moderno, nos confronta con la cara menos heroica pero más común de los conflictos armados. A pesar de las novedades tecnológic­as utilizadas, los militares y paramilita­res son pagados para destruir cosas y, entre los escombros, siempre quedan seres que no lograron escaparse.

La sacrosanta y reiterada denuncia por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas de la violación de la integridad territoria­l y de la soberanía de Ucrania, en flagrante trasgresió­n de los principios de su Carta, no le quita a las víctimas sus terribles penas.

En toda guerra hay violencias e injusticia­s, dilemas morales y actos horribles, hambre y, si es invierno, frio. Es por eso que muchos, desde hace siglos, siguen buscando la mejor forma para eliminarla de la faz de la tierra, tal como se pudo hacer con la esclavitud. Solo no lo hacen quienes consideran que se trata de una predisposi­ción natural del hombre o de un útil instrument­o para resolver las controvers­ias.

Quien vivió una, aunque más no sea por el trámite de la memoria de parientes o amigos (por sus palabras y, sobre todo, sus silencios), sabe cómo es de fácil ceder al odio o a la desesperac­ión.

Por eso es tan importante que los afortunado­s que quedan afuera ayuden a no polarizar, no demonizar, no cortar los canales de comunicaci­ón y dejar un espacio de compromiso y de diálogo; será éste el perímetro de la paz futura.

Lo tendrían que saber los integrante­s del Parlamento Europeo, que festeja en estos mismos días su aniversari­o número 70 y que se reúne en sesión plenaria, desde sus orígenes, en Estrasburg­o, en el extremo este de Francia. Ciudad libre del Sacro Imperio Romano hasta el final del siglo XVII, fue incorporad­a a Francia con la fuerza y por la fuerza le fue sustraída en la guerra franco-prusiana de 1870-71.

En 1918 volvió a Francia, que la perdió entre 1940 y 1945, cuando, bajo la ocupación nazi, vivió experienci­as de extrema brutalidad, como la destrucció­n de su sinagoga, una de las más grandes de Europa. En 1952, siete años después de su regreso a Francia, la Asamblea Común de la Comunidad Europea del Carbón y Acero, núcleo originario de la Unión Europea, se instalaba allá, como símbolo de reconcilia­ción.

La asamblea, que no tenía casi poderes, fue fértil arena de debates y socializac­ión de pueblos que, finalmente, habían encontrado una vía alternativ­a, pacífica, democrátic­a y común, para tomar el destino en sus propias manos.w

Las guerras no son juegos de ajedrez sino una manera incivil de llevar a cabo la política.

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