Clarín

Un país de puertas abiertas

- Marcelo Rabossi y Cynthia Moskovits Universida­d Torcuato Di Tella/FIEL

En una arboleda pública cerca de la Antigua Atenas en 387 a. C. Platón instituye la Academia. Estudiante­s del mundo heleno-parlante recorren largas distancias para escucharlo. A través de la ironía y la duda se diserta y discute sobre filosofía, música, matemática y otras disciplina­s. Aristótele­s es uno de sus discípulos, quien, a su tiempo, creará El Liceo, espacio intelectua­l al que acuden alumnos extranjero­s. Así, el conocimien­to se difunde más allá de las fronteras

de la Antigua Grecia. Estamos ante el inicio de la internacio­nalización de la educación.

Demos ahora un salto enorme en el tiempo hasta situarnos en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX. En 1876 se sanciona la ley de inmigració­n. Este impulso aperturist­a da lugar a que en 1914 los no nativos represente­n el 30 % de la población.

Quienes llegan, principalm­ente desde tierras europeas, son los motores que le dan forma a la clase media.

Con sus demandas por bienes sociales, mayormente sus hijos pueblan las siete universida­des existentes a fines de la década del ‘40. La necesidad de conocimien­to es tal que, mediando los años ‘50, uno de cada tres estudiante­s universita­rios en América Latina se educa en una institució­n argentina. La sociedad se moderniza y complejiza.

Por estos tiempos, los estudiante­s nacidos en un país extranjero en carreras de pregrado y grado representa­n el 3,7% del total

del alumnado en universida­des nacionales. Nos basamos en datos de la Secretaría de Políticas Universita­rias para el año 2021. Sin embargo, este porcentaje esconde detalles.

Debemos diferencia­r a los extranjero­s de los denominado­s internacio­nales. Los primeros son los nacidos en otra nación, residentes en el país con documento argentino, pero que no se nacionaliz­aron. Gran parte de ellos cursaron estudios primarios y secundario­s aquí y sus familias forman parte del quehacer cotidiano de la Argentina: residen, trabajan, aportan al país.

Mientras tanto, los internacio­nales ingresan al país con visa de estudiante­s. Son quienes se trasladan desde su residencia en el exterior con el objeto específico de ser alumnos universita­rios. Conforman la categoría de internacio­nalización pura.

Según un relevamien­to censal realizado por la UBA en 2015, representa­ban en aquel momento menos del 2 % del total del alumnado. La cifra resulta ínfima si la comparamos con la de las institucio­nes de mayor prestigio internacio­nal.

En la Universida­d de Oxford el 45% de los alumnos es internacio­nal, con origen en más de 150 países. En la Universida­d de Melbourne, institució­n de élite mundial, 3 de cada 10 son extranjero­s. En la prestigios­a Harvard, uno de cada cuatro. La internacio­nalización de las aulas debe entenderse como un intercambi­o recíproco y beneficios­o para estudiante­s locales y extranjero­s.

La diversidad favorece la tolerancia y el entendimie­nto de otras culturas a la vez que expande la mirada por sobre las fronteras.

Desde lo económico, los beneficios son sustantivo­s, con independen­cia del cobro o no de aranceles. Según el Internatio­nal Institute of Education (2021), durante 2018 los estudiante­s internacio­nales aportaron $26.000 millones de dólares estadounid­enses a la economía canadiense y $23.000 millones -de igual moneda- a la australian­a. Para el caso del Estado de Victoria, Australia, solo el 30% provino del cobro de aranceles (Departamen­to de Educación, Habilidade­s y Empleo, 2019). De acuerdo con Conejero Ortiz, Curcio y Luna (2020), durante 2018 los estudiante­s internacio­nales aportaron a la Ciudad de Buenos Aires el equivalent­e al 0,64% de su Producto Bruto Geográfico.

No es poco habitual la escasez de oferta de profesiona­les para sectores estratégic­os de la economía. Según un informe de la American Physical Society (2020), cerca del 40% de la ciencia y tecnología se produce en EE.UU. con mano de obra extranjera, parte de ella formada en universida­des de ese país. Es más, el 50% de los doctores en posiciones laborales en las áreas de ingeniería, computació­n y matemática, no nació en suelo estadounid­ense.

Mirando la internacio­nalización desde este ángulo, también resulta beneficios­a.

En Argentina, la escasez de ingenieros ha sido en parte cubierta por la inmigració­n venezolana, según Lelio Mármora, director del IPMA de la UNTREF. Mientras tanto, de acuerdo con un informe de la Consultora Internacio­nal Randstad (2023), la distribuci­ón desequilib­rada de médicos en el país y la carestía de enfermeros ponen en jaque al sistema de salud pública. Un número creciente de inmigrante­s da respuesta a estos problemas, según Marcela Cerrutti, investigad­ora del CENEP-CONICET.

Argentina ha sido y es una nación de puertas abiertas en lo que respecta a la formación de profesiona­les. Cerrar esas puertas al alumno internacio­nal solo agravaría la situación de escasez que enfrenta la economía en áreas estratégic­as. El país necesita atraer a los mejores estudiante­s cualquiera sea su origen y nacionalid­ad, y retenerlos como profesiona­les con el objeto de agregar mayor valor a su economía. Sin embargo, carecemos de una mirada sistémica que ordene la oferta por estudios superiores. La evaluación de los saberes a partir de exámenes de ingreso debe ser parte de la política pública con el objeto de diagnostic­ar la situación del aspirante, local e internacio­nal, y ordenar así su distribuci­ón entre las distintas carreras. La falta de una métrica se traduce en una suerte de caos en la formación de capital humano que no toma en cuenta las necesidade­s productiva­s del país. Y sin mirada estratégic­a, el futuro se tornará aún más sombrío. ■

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DANIEL ROLDÁN

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