Clarín

Europa se muere de sed, y de fuego Juan Cruz Ruíz

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La única revista española que se atrevía con la dictadura de Franco se llamaba Triunfo. Burló en tiempos la vigilancia feroz de la época, en torno a 1970, simulando que publicaba sólo cine o literatura. Fue abriéndose paso y, a pesar de que su nombre nunca dejó de ser el que tuvo como revista de cine antes de dedicarse a la denuncia política o social, Triunfo se ocupaba de los grandes asuntos que estaban prohibidos. Así, publicaba crónicas de otros países, como Francia, Italia o Alemania, o de otros lugares de América Latina o del Este, haciendo metáfora de lo que ocurría en España de modo que los lectores sintiéramo­s que estábamos informados realmente de lo que ocurría en el interior gracias a lo que no contaba Triunfo de lo que estaba sucediendo fuera de nuestras fronteras.

Aquel periodismo nos fue adiestrand­o a leer entre líneas los artículos de Ramon Chao, gallego correspons­al en París, de Eduardo Haro Tecglen, que tenía varios seudónimos, o de Manuel Vázquez Montalbán (que también se firmaba Sixto Cámara): escribía de fútbol (del Barça, su equipo, luego el equipo de Messi) para contar de veras qué pasaba con la salud o la enfermedad de Francisco Franco.

La gente de mi generación (nací en 1948, cuando en el corazón de la dictadura aun no había deshielo) se acostumbró, pues, a leer esa revista en clave, como luego sucedería en Argentina, en Chile, en Uruguay, en el mundo entero, con lo que se publicaba en medio de la penumbra a la que los dictadores han sometido la luz de sus satrapías.

En ese marco de silencios, pues, una vez, en 1972, Triunfo publicó en su portada (a color por fuera, en blanco y negro por dentro) el siguiente título: África se muere de sed. En esa portada terminante, como una noticia que fuera también metáfora, había la fotografía enorme del esqueleto triste, pero contundent­e, de una cabra exactament­e muerta de sed.

Acostumbra­dos a los guiños simbólicos de la revista de Haro, que era el más importante de sus escritores, el autor de El niño republican­o, antiguo director de un diario inquieto de Tánger, sentimos que probableme­nte Triunfo nos estaba avisando de algo que pasaba en el interior de España. Sed de libertad, sed de España, tan cerca de África.

Pero, no, dentro estaban las alarmas ciertas de un continente al que entonces no le hacía caso ni Dios. Como hubiera dicho el entonces conocidísi­mo poeta vasco Blas de Otero, no le hacía caso “ni Dios, lo asesinaron”. África era el país roto, durmiente, dominado en todos sus extremos por dictadores que eran delegados de potencias extranjera­s que habían hecho de aquel continente un polvorín como luego lo han sido Afganistán u otras pertenenci­as de las más duras dictaduras islámicas.

De modo que sí, Triunfo no estaba haciendo metáfora, África estaba padeciendo algo peor que una dictadura, se estaba muriendo de sed, y ese verano, pues estábamos en el verano de 1972, parecía que ya no podía más: se estaba muriendo de sed. Esas cosas parebajo

La revista Triunfo, en los años 70, nos estaba avisando de algo que estaba pasando en España. Sed de libertad

cía que ocurrían fuera de las fronteras del mundo en el que vivíamos, en África precisamen­te, de donde solo venía el aire triste de las moscas o de las langostas que, de vez en cuando, se asomaban a Canarias, donde yo vivía, en bandadas que parecían perseguir los sueños o los cielos de los que escribían norteameri­canos que habían venido al otro mundo en busca de imaginació­n o de amistad. Gente como Truman Capote o Paul Bowles, este último echado siempre, en Tánger, en una cama sin mosquitero.

Lo cierto es que ya no es sólo África, ahora es también Europa la que se muere de sed el inclemente influjo del fuego al que se ha acostumbra­do la horrible sequedad de los veranos. No podía faltar en ese mapa, el verano tórrido de Argelia, en el norte de África, de donde Albert Camus sacó la metáfora de El extranjero y de La peste, donde hasta el mar se ha incendiado de un calor que supera los cuarenta grados a la sombra, si hay sombra, que ha circulado desde allí hasta Sicilia, en Italia, a Corfú y a otros enclaves de Grecia, viniendo de Túnez, Libia o Marruecos.

Vasos comunicant­es de Europa, el norte africano ha comunicado sus avisos de sed,y de fuego, desde hace muchos años, y ahora esa lengua sin fin, que ha venido a lomos del cambio climático, se añade en las costas europeas a las habituales amenazas del ferragosto al que aludían los italianos de antaño para justificar la desgana a la que los llevaba el verano.

La primera vez que escuché nombrar Santiago del Estero fue, en Tenerife, a mi amigo argentino Edmundo A. Esedin del Ródano, que lo describió con un chiste. Había en ese lugar tan cálido de la Argentina un grupo de hombres echados en la escasa sombra, mirando como un billete de muchos dólares circulaba volando ante sus narices, sin que ninguno de aquellos parroquian­os, agobiados por el calor, sintiera la tentación de moverse para hacerse con el tesoro.

Hasta que voló fuera del alcance de cualquier de ellos el dichoso billete. Uno dijo, abrazado al azote del calor: “No estaba de ser para ninguno de nosotros”. Esos calores están ahora, en las puertas del ferragosto, también en España, desde el norte hasta el sur, las temperatur­as suben por encima de los cuarenta y de los cincuenta grados, que se superan, como en el resto de los enclaves descritos, en la mayor parte de las cuencas del Mediterrán­eo valenciano o andaluz, y por supuesto por el Mediterrán­eo que roza Albania, pasando por las veraniegas y apacibles tierras de verano de Grecia.

Igual que en los sitios que ahora se queman de veras, con miedo, víctimas y sin vuelo alguno en la metáfora, la geografía española, italiana o griega, se muere de sed y vive el temor del fuego que, en aquellos enclaves mediterrán­eos, han causado cientos de víctimas del incendio que domina este océano quemado que es ahora el calor. Miles de personas han sido desalojada­s de esa geografía que recuerda la soledad amenazada en la que el extranjero abrumado por el fuego cumplía la metáfora en la que Camus encerró su más lúcida novela.

Aquí, en estos territorio­s, en efecto, “no se salva ni Dios, lo asesinaron”, como escribía Blas de Otero abrazando metáforas para otros tiempos. Esa Europa acostumbra­da a recibir el verano como el centro mismo de la diversión de agosto ahora recibe julio, la antesala del calor, con una inundación sin clemencia de fuego y de muerte, de la que no se han salvado tampoco las islas Canarias en las que yo mismo nací y que siempre fueron, desde que nos venían a visitar los ingleses, territorio de climas suaves a los que el sol que quema en África llegaba solo de vez en cuando.

El Mediterrán­eo, aquel mar de lengua atrapada por el agua clara al que cantaba Joan Manuel Serrat, se está quemando ahora, de calor y de fuego. Rodas, Corfú, Palermo, Sicilia, hasta Corleone, de nombre tan identifica­do con los mitos de la mafia, son la geografía por la que ruedan el fuego, la sed y la muerte que antes paraban y hacían su trayecto en aquella África que Triunfo traía a su portada de 1972 para explicar que eso que ocurría allí era un incendio que también nos concernía. Ahora, aquella portada ha traspasado, justamente, la puerta de Europa. Europa se muere de sed, y por el fuego, y todavía estamos a algunos pasos de agosto.w

El Mediterrán­eo , aquel mar de lengua atrapada por el agua clara al que cantaba Serrat, se está quemando...

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FIDEL SCLAVO
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