Clarín

Dar pelea desde abajo del ring

- Nahuel Gallotta ngallotta@clarin.com

Fue en la noche anterior a la anteúltima pelea como boxeador amateur de su hijo mayor. Walter Sosa (49) dice que tuvo que ir al almacén y pedir fiado. Le dieron mortadela. De aquella noche, y de las cenas donde ese hijo debía comer a escondidas de sus hermanos el único pollo que Walter podía comprar (para ellos había otro menú), se acordaron Walter y su hijo cuando llegaron al mítico hotel MGM de Las Vegas.

Los Sosa son de la villa Hidalgo, un asentamien­to de José León Suárez, San Martín. En 2014 aterrizaro­n en Las Vegas para participar de la velada boxística entre Marcos “Chino” Maidana y Floyd Mayweather. “Fue mi primera vez en avión”, cuenta Walter, técnico de boxeo de sus tres hijos y otros boxeadores. “Entré al hotel y casi me largué a llorar de la emoción.

Todo lo que veía en la tele estaba delante de mí... y encima era con mi hijo. Porque una cosa es llegar a Las Vegas con tu boxeador. Y otra que tu boxeador sea tu hijo. Lo había empezado a entrenar a sus 12 años. El esfuerzo estaba dando sus frutos”.

Pasaron más de 9 años de los dos viajes que hicieron a Las Vegas. El presente de Walter no es como lo imaginó. Su hijo mayor tuvo problemas con las adicciones, lo detuvieron y les resultó imposible cumplir el contrato de 5 peleas en Estados Unidos. Hoy, los días de Walter se dividen entre la venta ambulante en una plaza de José León Suárez y el Gimnasio Honor y Patria, del mismo barrio, donde sigue sacando boxeadores.

“La verdad es que no me afecta tener que volver a trabajar de otra cosa”, reconoce, mientras le da indicacion­es a una boxeadora: tres rounds de sombra hasta que llegue la rival con la que guanteará. Y sigue: “Sé que salgo a la calle, vendo y listo. No tengo berretines de que me vean. Es parte de la vida. Es como todo: hoy estás bien, mañana estás mal. No soy el primero ni el único que pasa por una situación así”.

Sosa no solo viajó a Estados Unidos como entrenador. También lo hizo a Rusia, Reino Unido, Puerto Rico, Brasil y Uruguay. El contrato que lo llevó a Estados Unidos fue con Golden Boy Promotions, la compañía de Óscar de la Hoya. Luego de cada pelea se quedó a trabajar en gimnasios durante tres meses. Con una parte de su bolsa comenzó a pagar una casa con piscina, parrilla y jardín de invierno en el conurbano. Cancelaría la deuda con lo que le correspond­ería por las tres peleas restantes. Su hijo mayor le regaló una moto. Walter, además, tenía un auto. Vivía en un sueño.

Cuando la compañía se enteró de la situación del boxeador decidió rescindirl­e el contrato. Pero Walter recibió la propuesta de continuar trabajando en Estados Unidos. Se encontró con un dilema: si se iba, dejaría sola a su mujer, que debía ocuparse de la adicción de su hijo. Prefirió quedarse a acompañarl­o en su pelea más importante y difícil. Además, tuvo que abandonar la casa que había comenzado a pagar y volver a la de toda su vida, en la villa.

“Todos los días pido por volver a tener la vida que el boxeo me supo dar. Creo que con mi hijo más chico podríamos llegar a algo grande”, confiesa. Aunque advierte: “Es difícil por el sistema. Nosotros agarramos una buena época del boxeo. Pero Argentina está en crisis, y el boxeo también. Una cosa lleva a la otra. Ahora muchos entrenador­es tuvieron que ponerse a tra

Walter Sosa cumplió un sueño como entrenador de uno de sus hijos. Pero tuvo que empezar casi de cero. Ahora sigue en un gimnasio y vende ropa en una plaza.

bajar de otra cosa. De UBER o en fábricas. Los boxeadores la tienen igual o más de difícil que nosotros”.

En Argentina los boxeadores amateurs no reciben un solo peso por subir al ring. Es el comienzo de sus carreras. Luego de 30 o 40 peleas, o incluso más, lo común es que se conviertan en profesiona­les. Allí sí las veladas son remunerada­s.

Según Sosa, un boxeador que se inicia como profesiona­l puede cobrar 100 mil pesos por pelea. El 25% de la bolsa es para el entrenador. “No le sirve a ellos ni a mí, que los tengo que entrenar dos meses para cobrar 25 mil pesos”, explica.

Para ayudar a sus dos hijos, que son profesiona­les, les “cedió” a algunos alumnos del gimnasio. De los recreativo­s, que pagan una cuota por ir a entrenar. “Para que mis hijos no tengan que salir a trabajar, salgo yo y vendo y soluciono todo. Voy a comprar a La Salada o Avellaneda y vendo en la feria o voy puerta por puerta”.

Pero no todos los boxeadores tienen un papá dispuesto a ceder una parte de su trabajo. Se sabe que convertirs­e en profesiona­l implica otras exigencias: dietas, médicos, entrenar dos o tres veces al día.

“De un momento a otro te dicen que a la mañana van a empezar a trabajar en una fábrica. Y tu deber como entrenador es decirles que a la mañana tienen que salir a correr”, plantea.

Siempre sentado en una silla de plástico del Honor y Patria, mientras se desarrolla un entrenamie­nto, continúa con su teoría: “Lo que pasa es que te cuentan que van a formar familia, o que deben ayudar a sus papás, ¿y qué les vas a decir? Mi apuesta por ellos queda en la nada. Los entrené gratis durante años (siendo amateurs) para que después dejen el boxeo por un trabajo de 12 horas. Pierdo todo mi trabajo de años. Pero los entiendo. ¿Tiene sentido cagarse a piñas por 75 mil pesos cada dos meses? Es más negocio trabajar...”.

Por la crisis, hasta los sponsors suspendier­on las publicidad­es. O, mínimament­e, los redujeron. Lo mismo pasó con los comerciant­es que hacían aportes para veladas o gastos que debía afrontar el gimnasio. Fueron desapareci­endo. Durante la pandemia, este gimnasio funcionó como comedor. Sosa y cuatro amigos organizaro­n guisos y otras comidas para repartir entre vecinos, boxeadores y alumnos parados por la pandemia. Empezaron lunes, miércoles y viernes y luego sumaron los sábados. La consigna fue hacerlo sin recibir aportes del Estado. No fue la única ayuda que hizo. Durante varios años fue profesor ad honorem en el Complejo Penitencia­rio de San Martín. Entrenó presos. Uno de ellos salió a pelear en noviembre de 2021. Su rival fue un boxeador policía. Clarín cubrió la noticia. “Le puse una re onda a las clases en la cárcel. Pero nadie valoraba mi trabajo. Uno se cansa y la panza te empieza a hacer ruido”, reconoce. Hace un tiempo le ofrecieron formar parte de cooperativ­as de trabajo financiada­s por el Estado y recibir un plan. La idea no le gustó. Prefiere toda la vida, dice, irse a la plaza, tirar la manta, vender y solucionar el día a día. Hasta que el boxeo lo vuelva a llevar a lugares en los que nunca se imaginó. ■

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Las Vegas. Fue dos veces. “Todo lo que veía en la tele estaba delante de mí”, recuerda.
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Hoy. Sosa, en su gimnasio de José León Suárez. Durante la pandemia, decidió convertir el lugar en un comedor.
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En Clarín. Sobre su trabajo de entrenador.

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