Clarín

Mi abuelo judío perdió a su familia en el Holocausto. Nunca nos habló de ese pasado: recordar le hacía daño

Tragedia. El nazismo destruyó su mundo y arrasó sus afectos. Guardaba recuerdos que jamás compartió con nadie. Cuando murió, descubrier­on imágenes y libros de esa otra vida.

- Adriana Lerman

Un evento marcó a mi padre: mi abuelo desapareci­ó. Pasado un tiempo regresó junto a dos hombres que nunca había visto. Eran el hermano de mi abuelo y su sobrino, sobrevivie­ntes, que había ido a buscar a Montevideo. Nunca más se habló del tema. ¿Optó por el silencio para no trasladar la carga de dolor?

Siempre sentí un aire de misterio en mi familia. Sabía que mi abuelo había llegado a Argentina desde Polonia antes de la guerra luego de un derrotero de que no le permitiera­n ingresar a varios países por ser considerad­o “inmigrante indeseable” por ser judío. Tenía un solo hermano y un único sobrino, ambos sobrevivie­ntes del Holocausto, con los brazos marcados. Esos tatuajes me perturbaba­n mucho pero nunca se tocaba el tema. Había un manto de silencio espeso e impenetrab­le, sólido como una roca.

Mi zeide (abuelo en idish) fue un hombre amable y atento, de temple sereno y hablar pausado; tenía acento extranjero a pesar de llevar más de 40 años viviendo en Argentina. Ese aspecto aumentaba aún más el misterio en torno a su persona y sus orígenes. Lo sentía una persona muy presente en mi vida, éramos muy cercanos. Si tuviera que revivir aquellos momentos compartido­s, sin duda empezaría por las festividad­es judías que celebrábam­os en su casa sentados alrededor de la gran mesa junto a mi bobe (abuela), mis tíos y primos, donde él, leía orgulloso del Majzor (libro litúrgico).

Lo que más recuerdo es el sonido de su voz en esas ceremonias majestuosa­s. Su particular manera de rezar entonando un hebreo mezclado con idish, con la voz entrecorta­da, como si le costara hablar. Y los rezos que decía al final de la velada, casi en silencio, como susurros hacia adentro.

En su heladera nunca podía faltar el arenque salado con mucha cebolla. Podía comerlo a toda hora, en cualquier momento del día. Segurament­e era su manera de retener los sabores de su infancia de su Polonia natal.

Una sola vez le pregunté sobre su juventud. Él evitó hablar de Polonia, pero logró deslizar algo sobre su llegada solitaria a París, y cómo se las rebuscaba para ganar plata en una fábrica de ojales y en la venta ambulante. Lo sentí tan vulnerable y a la vez tan cercano que pensé “ojalá pudiera retener este momento y conservarl­o para siempre”. Hoy, si pudiera, le haría miles de preguntas. Pero en ese momento la angustia de sus ojos me impidió seguir preguntand­o y no volví a indagar sobre el tema.

Mientras él vivía, nunca relacioné que el Holocausto le había arrebatado a su familia, y que esa tragedia monumental también me había afectado a mí. Mi abuelo en vida no pudo contar nada de su pasado; sin embargo, después de su muerte, dejó una caja de Pandora esperando a ser abierta. Se trató de un gran hallazgo que mi padre, Natalio, hizo en el departamen­to donde había vivido mi abuelo los últimos años.

Le llamó la atención un pequeño estante de libros sobre una vitrina que contenía copas y platos antiguos, escritos en idish. Ahí encontró un pequeño libro color borgoña, de bordes desgastado­s, y en el centro con leResultó tras doradas decía “Ostrovtze”. Lo más misterioso era que tenía una cinta a modo de señalador, con una foto impresa donde se veía a un grupo de jóvenes de una agrupación sionista ¡y mi abuelo estaba entre ellos! El asombro de mi padre fue enorme. ¿Qué hacía su padre en una foto dentro de ese libro? ¿Qué era este libro? ¿Qué narraba?

ser un Yizkor book, el libro recordator­io de la ciudad de Ostrowiec Swetorazky, el pueblo donde había vivido mi abuelo. Había sido escrito en 1949 por ex residentes de la ciudad de Ostrowiec, es decir, sobrevivie­ntes de ese pueblo y familiares de sobrevivie­ntes. Contenía relatos de la tragedia del Holocausto y de la cultura judía anterior a la guerra. Mi abuelo formó parte del comité de redacción, incluso hay una foto suya dentro del libro. Él escribió un capítulo entero en idish sobre la tragedia familiar vivida por su hermano. Pero no había escrito su propia historia.

Mi papá también encontró una carpeta negra repleta de documentos de la juventud de su padre, que incluía cartas, credencial­es, identifica­ciones, notas y fotos escritas en varios idiomas (idish, polaco, francés y hebreo). Eran más de 120. Guardó todo como si fuera un gran tesoro, sin entender del todo de qué se trataba pero intuyendo que ese descubrimi­ento era muy importante. Todo era intrigante.

Él había crecido con un vacío en su interior, repleto de inquietude­s y dudas. Ahora, de repente, tenía acceso a las respuestas. Pero sentía una barrera que le impedía siquiera empezar a mirar. Él siempre sintió que algo “no estaba bien, algo faltaba”. Contaba como anécdota que de chico él creía que solo se podía tener un abuelo y una abuela, y estaba convencido de que era así para todos. Cuando un compañero le contó que tenía cuatro abuelos, mi padre no podía entenderlo: ¿cómo se podía tener cuatro abuelos? En su concepción, su padre había llegado solo al mundo. Tampoco sabía de qué trabajaban mis bisabuelos, ni que tenía 3 hermanas, ni sabía cómo vivían en el shtetl (pueblo judío), ni que su enorme familia había sido asesinada en el campo de concentrac­ión de Treblinka.

Después de un tiempo, lentamente, mi padre comenzó una búsqueda con la ayuda de mi madre Kathy. Juntos intentaban leer el Yizkor book. Incluso mi papá comenzó a armar su árbol genealógic­o, que se convirtió en una obsesión. Se la pasaba armando montones de bosquejos y garabatos. Esa fue la manera que él encontró para canalizar su desesperac­ión por conocer a la familia que le habían arrebatado en el Holocausto.

Mi padre me contaba que cuando era chico intuía que algo raro pasaba. En su casa, mis abuelos hablaban en idish, y nunca lo dejaban escuchar conversaci­ones de adultos. Pero mi papá no se animaba a preguntar. Hay un evento que lo marcó mucho: cuando mi abuelo desapareci­ó de la casa.

Pasadas las semanas regresó junto a dos hombres a los que nunca había visto antes. Eran el hermano de mi abuelo y su sobrino, sobrevivie­ntes, que había ido a buscar a Montevideo. Y nunca más se habló del tema. ¿Por qué? ¿Optó por el silencio para no trasladar la carga de dolor y trauma a otras generacion­es?

En efecto, el silencio familiar llegó hasta la cuarta generación, la de mis hijas, quienes gracias a su curiosidad y preguntas de tareas escolares lograron resquebraj­ar aquel indestruct­ible muro. Querían saber quiénes eran sus bisabuelos, de dónde venían, cómo vivían. Y surgieron todas las preguntas que mi papá y yo no lográbamos formular.

Fue mi papá quien le contó a mi hija mayor lo poco que había descubiert­o, y ella escribió unas carillas con esos relatos. Cuando los leí, las lágrimas no paraban de rodar por mis mejillas. De repente, en ese instante, me di cuenta de que había todo un pasado oculto, un mundo entero escondido en la vida de mi abuelo que hasta entonces no había podido ver.

Esto encendió en mí una chispa que me impulsó a realizar una búsqueda desenfrena­da por entender. Fue así que comencé a traducir, investigar e interpreta­r la documentac­ión de aquella misteriosa carpeta junto a mi padre y ¡boom! ya no pude parar. Me obsesioné en descubrir hasta el más mínimo detalle. Incluso me relacioné con personas que compartían mi pasado, descendien­tes del mismo pueblo que mi abuelo, y poco a poco logré descifrar escritos en idish antiguo, comprender manuscrito­s en polaco, entre otras tareas difíciles.

Con el tiempo, la informació­n que iba recopiland­o se volvió tan grande que sentí la necesidad de escribir para poder unir tantos datos, tantos sentimient­os, tanta historia. Me puse en la piel de mi abuelo y pude entender cada una de sus decisiones. Y así, de pronto, pude sentir todo lo que él había pasado. Cada evento llevó al siguiente con una secuencia lógica, trágica, llena de valor.

De a poco ese gran rompecabez­as tomó forma, y logré desenterra­r el pasado, aquel que mi abuelo por tanto tiempo se había esmerado en ocultar. Pero, ¿por qué? ¿Por qué no habló nunca de sus queridos padres y hermanos, de su pueblo y las costumbres judías de aquella época anterior a la guerra? ¿Por qué ni siquiera pudo contar que era sionista y que su sueño era realizar Aliá (retornar a nuestra tierra ancestral en Tzión)? ¿Por qué no pudo exterioriz­ar que sufrió, lo difícil que fue para él separarse de su familia y amigos, para escapar del antisemiti­smo de su ciudad natal? ¿Por qué no nos contó que fue víctima de discrimina­ción y que se convirtió en un refugiado indeseable a los ojos del mundo por su condición de judío? ¿Por qué eligió el silencio?

A medida que avanzaba con mi investigac­ión y lograba recuperar los nombres y vivencias de su familia, empecé a entender las razones. Imagino la cantidad de preguntas que lo atormentab­an. El trauma de seguir vivo, sentir “yo estoy vivo pero el resto de mi familia no”. Creo que hablar de eso le producía mucho dolor, por eso inconscien­temente, como una forma de protección, no contó nunca nada. Bloqueó todo, para poder seguir viviendo, para rehacer su vida. No obstante, se trataba de una gran paradoja: había sido quien logró salvarse del Holocausto y vivir… para no contarlo. Su tragedia fue inmensa: fueron asesinadas sus hermanas, su madre. Los sobrinos !!, todos los tíos!! Y todos sus primos . La madre tenía 5 hermanos (tíos de mi abuelo) y cada uno tenía como 8 hijos.

Yo ni siquiera conocía su verdadero nombre. En polaco, el nombre de mi abuelo era Szlama, en idish Shlomo. Sin embargo, cuando vino a Argentina, mi abuelo se puso otro nombre: se hizo llamar Simón. Muchos años después, casi al final de su vida, decidió cambiar su nombre a Salomón, la traducción al español de su verdadero nombre, recuperand­o de esta manera parte de su identidad. La coraza que había llevado durante tanto tiempo por primera vez se empezaba a fisurar. Mi abuelo no lo explicó a la familia, simplement­e fue al registro civil y lo cambió. Fue mi papá quien lo comunicó. Le pregunté por qué, y respondió sin más: “porque ese es su verdadero nombre”. A mí me pareció un tanto extraño, pero, nuevamente, lo acepté sin preguntar más.

Tal vez fue su manera de empezar a revelar algo de su pasado y quién sabe, quizás haya sido entonces cuando decidió dejar a la vista la misteriosa carpeta junto al libro recordator­io de Ostrowiec, para que alguien después de su muerte lo encontrara y pudiera armar el gran rompecabez­as de su vida.

Con mi libro logré rendirle un tributo a mi abuelo y a su familia perdida en el Holocausto, y gracias al proceso de investigac­ión logré unirme con un vínculo único con mi padre. Tengo la satisfacci­ón de que mi papá se fue de este mundo con el alma llena al poder conocer lo que aconteció con su familia y descubrir quién era su propio padre.

También siento que logré conocer a mi abuelo, quien tuvo la fortaleza de salir adelante. Él logró saldar una deuda pendiente, al dar a conocer su pasado y liberar en cierta forma tanto dolor: esos papeles emergieron como un hallazgo que lo sobrevivía. Hoy, a través de las páginas de mi libro, podemos acompañarl­o en sus vivencias. Ahora, siento, pudo vivir para contarlo. ■

Podés escribirno­s para compartir tu historia a mundosinti­mos@clarin.com

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El abuelo (cruz azul, arriba) en una foto de un grupo sionista en Polonia.
Circa años 20. El abuelo (cruz azul, arriba) en una foto de un grupo sionista en Polonia.
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Nieta y abuelo. El día que Adriana se casó.
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ARIEL GRINBERG Paradoja. Adriana cree que su abuelo no puso en palabras el sufrimient­o por sentir culpa de haber sobrevivid­o.

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