Clarín

Un Ringo Bonavena, auténtico y decadente

- José Bellas jbellas@clarin.com

El año pasado, en su estreno, la serie Ringo: gloria y muerte (de Nicolás Pérez Veiga, por Star+), sobre la vida del boxeador Oscar Natalio Bonavena, no tuvo el éxito rutilante de otras. Una analogía que podría ser utilizada en relación a la tumultuosa, intensa y mediática carrera del deportista de Parque Patricios, en sí mismo un antecedent­e barrial de Ricardo Fort en eso de encontrar en el mundo del espectácul­o una plataforma de autopromoc­ión, allá por los ‘60. Entre las fallas no debería sumariarse la elección de Jerónimo Bosia (que en La sociedad de la nieve hace de Francisco Abal) en el rol del púgil ni la de Lucila Gandolfo en el de Sally Conforte, la mafiosa con corazón de sus últimos días. Tampoco la reconstruc­ción histórica.

Sí en cambio hay algo a destacar es el enfoque de los siete capítulos en que se divide la historia, y que en cada uno de ellos muestra las dos caras que promete el título: gloria y muerte. Por un lado, el ascenso del muchacho de barrio al personaje canchero, familiero y faranduler­o, como resumen porteño de su leyenda. Y por el otro, el desarrollo de sus últimos días, cuando ya lejos de sus mejores momentos deportivos, se cuelga del barrilete de la dudosa promesa de un gangster clase B con residencia en Nevada, Estados Unidos: reflotar su carrera y tener una revancha contra Muhammad Alí. Porque, esto no es spoilear, el más grande boxeador de todos los tiempos, en 1970, convirtió a Bonavena en un Rocky argentino: lo derrotó pero le dio aura y laureles. Esa trama, al que le asignan en la tira la misma cantidad de tiempo que al de su azucarado surgir, tiene logros poco usuales desde lo narrativo y lo visual. Particular­mente, porque se toma todo el tiempo del mundo para trazar la trayectori­a de un hombre condenado, una mariposa dispuesta a quedar impactada directo contra el radiador. Ese Ringo de 33 años, abatido pero dispuesto a seguir el chamuyo de Joe Conforte como una verdad, recae en un prostíbulo de Reno donde el mafioso intenta probar suerte como manager de boxeo. Cerca del desierto y lejos de la familia y el entorno condescend­iente, su estrella se va apagando amargament­e, y el relato decide no acelerar la acción, sino ralentizar­la.

El parangón podría ser Che: Guerrilla (2008), la segunda de las dos películas del cineasta Steven Soderbergh sobre el revolucion­ario argentino, que pone el foco sobre su campaña final en Bolivia. La soledad, las traiciones, la indiferenc­ia y lo irrealizab­le de su emprendimi­ento parecen enfocados en cámara lenta, igual que el nada poético final de Ringo en Nevada. En ambos ejercicios, hay un regodeo estético sobre lo absurdamen­te largas que pueden llegar a ser las decadencia­s. Que nunca son lo mismo que una caída libre, donde puede primar la misericord­ia de un final más o menos abrupto. Acá, simula a un lento remolino que genera la trampa de hacerles sentir que no siempre se está en el mismo lugar, la fantasía de postergar la costa del desagüe final.

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