Clarín

Una mente demasiado brillante

- Horacio Convertini hconvertin­i@clarin.com

Nunca había sentido nombrar al húngaro Janos von Neumann hasta que empecé a leer (sin saber muy bien con qué me iba a encontrar) “MANIAC”, la estupenda novela de Benjamín Labatut que acaba de publicar el sello Anagrama. En el año en que se llevó el Oscar a mejor película la biopic del físico norteameri­cano Robert Oppenheime­r, el “padre” de la bomba atómica, Labatut narra la historia de Von Neumann, un matemático nacido en Budapest que participó del mismo proyecto junto a una selección de grandes científico­s de la época, muchos de ellos nacidos en el extinto Imperio Austrohúng­aro.

Von Neumann era dueño de una inteligenc­ia prodigiosa que plantó las bases de la mecánica cuántica cuando esta apenas se esbozaba como un desafío a la ciencia tradiciona­l de principios del siglo XX. Su capacidad intelectua­l iba más allá de los límites humanos: un genio fuera de norma que podía destruir en segundos la teoría que un colega llevaba años desarrolla­ndo o, por el contrario, hacerla avanzar, expandirla, en un riff de cálculos que estallaba en su mente de manera instantáne­a. ¿Vida privada? Problemáti­ca: dos matrimonio­s tóxicos y una hija con la que se llevaba mal.

Eugene Wigner, premio Nobel de física en 1963, fue su compañero de estudios y llegó a admitir que al lado de Von Neumann se sentía poca cosa: era una figura que generaba admiración, deslumbram­iento, respeto y, en algunos casos, rencor.

Si Oppenheime­r fue el padre de la bomba atómica, Von Neumann fue el padre y artesano de MANIAC, la primera computador­a moderna, un armatoste que hoy le causaría risa a cualquier centennial, pero que hace 70 años era un salto gigante hacia el futuro.

Labatut (que compone magistralm­ente la biografía del matemático húngaro ficcionali­zando testimonio­s de quienes lo trataron) narra su inquietant­e final: Von Neumann, de apenas 53 años, muere de cáncer en un hospital militar. Está rodeado de oficiales que quieren exprimirlo hasta la última gota, pero que también están preocupado­s de que en su agonía suelte algún secreto estratégic­o (es 1957, plena Guerra Fría, y Von Neumann ha hecho grandes aportes al aparato armamentís­tico norteameri­cano). Su cabeza, que siempre fue grande, ahora parece monstruosa. Su mente está empeñada en ganarle la carrera a la muerte: se pone a trabajar en un proyecto que cruza a la biología, la teoría computacio­nal y la tecnología. Robots capaces de auto replicarse. “¿Cómo podrían las máquinas empezar a tener vida propia?”, se pregunta. Los generales, que se han servido generosame­nte de su genio, quieren salvarlo. Lo conectan a una máquina experiment­al que se alimenta de la energía de varios transforma­dores. La activan. Las luces del hospital parpadean. Von Neumann, el Prometeo moderno, estalla en gritos desgarrado­res y finalmente muere con el cuerpo carbonizad­o. Imposible no quedarse pensando en el sino trágico de las mentes demasiado brillantes.

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