El peligroso viaje de la guerra de Ucrania a Taiwán
Días atrás, en una inusual sesión sabatina de la Cámara de Representantes de EE.UU., la oposición republicana que controla ese recinto, respaldó sorpresivamente la iniciativa del oficialismo demócrata para una ayuda extraordinaria de US$ 61 mil millones a Ucrania. Una victoria de Joe Biden que los ultraderechistas de ese partido en plena campaña no pudieron detener. Esa propuesta dormía desde hacía seis meses por la presión que ejercía Donald Trump que calificaba para la tribuna como un “despilfarro” las ayudas al golpeado país europeo y, más íntimamente, exponía una simpatía irresponsable hacia el autócrata ruso Vladimir Putin.
Es la primera vez que un sector republicano rompe con esa línea aislacionista nutrida de la fortaleza política del ex mandatario, que marcha con chances de regresar a la Casa Blanca. Por eso no se trata de un cambio total de paradigma. La mayoría de los republicanos votaron en contra del proyecto. Pero la porción que sí lo hizo influida por el ala liberal del viejo partido conservador, ofreció con ese gesto una visión sobre cómo procesa el establishment norteamericano el significado del drama ucraniano, lejos de ideologías o fanatismos.
La ayuda monetaria es tan apremiante que estos seis meses de parsimonia son los del visible retroceso militar de Ucrania en la guerra de dos años, de un avance considerable de la ofensiva rusa y de la consolidación de la noción de una victoria de Moscú supuestamente en un plazo no demasiado distante.
Lo que sucede en Ucrania no es solo el choque entre una potencia regional ambiciosa y un país victimizado del Este europeo. La sobrevivencia de Kiev es clave en el balance global. El umbral hacia lo que Henry Kissinger definía como detente para que el choque con el Kremlin permanezca detrás de una línea que no se debería cruzar. Del otro lado de esa raya está lo imprevisible a cualquier nivel que se quiera imaginar el concepto, atento a las alianzas que embanderan a Moscú en esta aventura. En especial China que sentencia a Taiwán, como Rusia con Ucrania, sin derecho nacional a existir.
Es interesante que en el debate del sábado, el titular del comité de Asuntos Exteriores de la Cámara, Michael McCaul, un hombre cercano a Trump, pero con ideas propias sobre Ucrania, alertó sobre la unidad amenazante de los rivales de EE.UU. y remató con un llamado un tanto teatral pero significativo: “¿Somos Churchill o Chamberlain?” Aludía al histórico premier británico, Neville Chamberlain, quien en setiembre de 1938 pactó con Adolf Hitler
la entrega de la región de los Sudetes germanófilos de Checoslovaquia a cambio de un compromiso de paz. Ese papelito del llamado Acuerdo de Münich duró un instante. En setiembre de 1939, Hitler invadió a Polonia iniciando la Segunda Guerra. Chamberlain pagó su ingenuidad con el relevo por Winston Churchill. El nuevo premier, a su vez, dirigió la guerra largo tiempo en soledad con el teléfono roto con Washington que, con iguales lemas que Trump hoy, proclamaba EE.UU. primero (America First) avisando que ese conflicto no le pertenecía. Cosa de los europeos. Una deformación alimentada por la dirigencia de la época que simpatizaba con los nazis como el magnate y sus camaradas del Alt-right mundial (i.e Victor Orban) lo hacen con Putin.
Para seguir la idea de McCaul, se multiplican los Chamberlains en este presente, en particular en Europa que brotarán en las parlamentarias de junio próximo, y que, como aquel fallido líder británico, suponen que hay papelitos que puedan comprometer a Putin para que se conforme con lo que ha tomado militarmente de Ucrania.
El proceso que expone el giro republicano al revivir el demorado auxilio de US$ 61 mil millones a Ucrania, en un paquete cercano a los cien mil millones que abastece además en menor medida a Israel y a Taiwán, intersecta con el cambio global que señaló recientemente en Clarín Carlos Pérez Llana. Una mutación que exhibe la alianza entre China y Rusia decidida a reducir o apagar la influencia occidental en el diseño planetario .
La ayuda a Kiev parece un gran número, aunque insignificante en el potencial norteamericano como advierte el Nobel Paul Krugman al desmentir a Trump que reclama, otra vez con el guión de mitad del siglo pasado, que Europa es la que debe ocuparse. Por cierto la ayuda del bloque ha sido muy superior a la estadounidense. Por fuera y por encima de ese debate, lo que debe notarse es
El apoyo de una minoría republicana a la ayuda a Kiev, indica cómo el establishment de EE.UU. procesa la amenaza rusa y su vínculo con China.
que negar el auxilio a Ucrania garantiza su derrota consolidando aquel eje entre Putin y Xi Jinping que suma a Irán y Corea del Norte. Una cofradía que, de amontonar mayores luces verdes, escapará de la contención que hasta ahora mantiene Occidente.
El historiador británico Nial Ferguson recuerda en Foreign Affairs que Kissinger sostenía la noción de una detente frente al poder soviético de la época, no en busca de una amistad que consideraba imposible y no le interesaba, sino como un punto de equilibrio inestable pero que evitará el salto al vacío de un Armageddon nuclear. La escena se asimila a la nueva tensión Este-Oeste con Ucrania como un puente a Taiwán. Si cae una debería caer la otra asume aquel eje.
Kissinger postuló con Richard Nixon la doctrina de la “ambigüedad estratégica”, que respondía a la idea calculadora de aprovechar aquella China exigua de comienzos de la década de los años 70, peleada sanguinariamente con la poderosa Rusia soviética. La división del frente comunista se facturaba con el reconocimiento de una sola China y dos sistemas, la República Popular única y Taiwán bajo un paraguas. Una doble disuasión como la describe el politólogo Joseph Nye, con el propósito de impedir que la isla declare la independencia y China avance sobre ella. La estabilidad de esa estantería depende del destino de Kiev.
Nye, un académico moderado, quien creó las categorías en relaciones internacionales del poder blando de seducción y poder duro de coerción de cuya combinación surge el poder inteligente, ayuda a calibrar la gravedad del momento al aconsejar que Taiwán debiera recibir una protección inmediata de tamaño extraordinario. “Taiwán necesita no solo aviones y submarinos avanzados, también misiles contra barcos que puedan ocultarse en túneles para resistir un primer ataque chino. Debe convertirse en un puercoespín que ningún poder pueda tragar rápidamente”.
Nye alude a un riesgo real de guerra y de imprevisibilidad en el escenario global. Un aviso a Trump y a la ultraderecha europea sobre que no todo es lo que parece. Recuerda que en 1950 el canciller de EE.UU., Dean Archeson, sentenció terminante que “Corea está fuera de nuestro perímetro de defensa. Sin embargo, al cabo de un año, chinos y estadounidenses se estaban matando en la península de Corea”.
Ferguson, a su vez, aporta un dato aún más rotundo de esa labilidad. Kissinger defendía la detente como un imperativo moral porque las dos potencias se autodestruirían y con ellas, el planeta. De modo que ese equilibrio debía mantenerse, pero no descartaba la coerción. Kissinger no era un pacifista. En 1974 le pidió al Estado Mayor que formulara una respuesta nuclear limitada contra la Unión Soviética si invadía Irán, que era entonces –como hoy Taiwán con sus chips- un apetecible depósito pro occidental de insumos energéticos para británicos y norteamericanos.
La historia, es cierto, nunca se repite, pero rima, observaba agudo Mark Twain.w