Clarín

La hermosa historia de una amistad entre una mujer adulta y su vecino de cuatro años durante la pandemia

Una pelota. Esa fue la clave del encuentro entre dos personas de edades tan diferentes. Ambas sentían que su mundo estaba en peligro y que la realidad los aislaba.

- Laura Duschatzky

El mundo se había encerrado en sus casas. Un virus amenazaba como un arma letal. Y yo, me encerré. Encontré mi propio refugio: un sillón pequeño desde donde veía sin parar una serie tonta. Era lo único que podía mirar. Necesitaba la liviandad a toda costa. Dos mujeres setentonas que vivían juntas, vecinas de dos ex maridos que se habían enamorado. Hijos, playa, conversaci­ones, risas. Un mundo creado a mi manera que me alejaba del que no quería ver. De un día para el otro, desapareci­ó el exterior. Solo entraba por el televisor, por la computador­a, o por el celular.

Estaba ahí. Quieta. Inmóvil.

Confieso que soy atea, sin embargo, empecé a rezar todas las noches. Un almohadón azul al lado de mi cama se convirtió desde ese día en un altar.

Sentada en el sillón, escuché unos ruidos en el patio: toc, toc, toc. Me levanté para ver qué había pasado y me encontré con una pelotita de plástico seguida de una voz infantil que provenía del otro lado de la medianera. -Se me fue la pelota, me la podés pasar. La tomé y se la pasé a un niño desconocid­o. Nos separaba solo una pared. Hace años que vivo en la misma casa y nunca supe quiénes eran mis vecinos. Las casas a veces se convierten en cubículos, uno al lado del otro.

-¿Cómo te llamás?

-Luchi- me dijo un niño al que solo podía escuchar.

-Yo, Laura. ¿Hacemos unos pases? La pelotita fue y volvió una y otra vez hasta que me detuve. ¿Y si también recibía y pasaba el virus pegado a ese plástico aboyado?

Chau, Luchi -le dije y volví a mi sillón, muerta de miedo.

“Te paso por la pantalla una tableta de chocolate”, le decía en esa época a mi nieta de ocho años, por video llamada. Escondía en mi manga la tableta y ella hacía aparecer otra igual en la suya. La extrañaba más que a nadie. Extrañaba ir a buscarla a la escuela, bailar como dos locas envueltas en telas brillosas, reírnos a carcajadas.

Extrañaba tanto que esa voz infantil vecina me sacudió. Al otro día, media hora antes de que se escucharan los aplausos a los médicos y enfermeros, llamé a Luchi. Lo escuchaba jugar en el patio y le grité.

-Hola Luchi

-Estoy por aplaudir- me dijo

-Falta un poco, y si antes gritamos juntos algo? -Sí, gritemos: chau bicho

-¡Dale bien fuerte!

No me bastaron las noches y una mañana tomé mi celular y le escribí un cuento. Luchi no leía aún. Se lo envié a su mamá por WhatsApp para que lo leyeran juntos.

Había una vez un que estaba muy enojado. ¿Sabés por qué? Porque estaba muy aburrido. Todos los días en su ya no sabía qué hacer. Abrió la ventana de su para que entre la y sus empezaron a mirar y sus a escuchar. ¡Uh! No se había dado cuenta que había unos haciendo un nido en el que estaba muy cerca de la

de su . Los escuchaba y se le apareció sin querer una . Les dejó en la ventana una miga de y los empezaron a comer. Los escuchaba pío, pío, pío y se le dibujó otra vez una . Al rato se dio cuenta que ya no estaba más aburrido ni enojado. Se había hecho amigo de los . A partir de ese día, todas las mañanas abría sus ventanas y abría sus y sus . Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

El mundo había cambiado demasiado y también las palabras que lo nombran. Cuarentena, pandemia, confinamie­nto, coronaviru­s…

Me obstinaba en otras palabras. En había una vez… en colorín colorado. Allí, me sentía a salvo.

Una tarde, escuché el timbre de mi casa. Abrí la puerta y encontré a Luchi sentado tomando la leche. Me sonrió. Le había pedido a su mamá que llevaran a la vereda una mesa pequeña con sillas para merendar y me invitaba a que los acompañara. Me senté con mi mate en el patio con la puerta abierta. Inauguramo­s ese día, un nuevo ritual. Mirá las hojas del árbol Luchi. Hoy están amarillas.

La pandemia amenazaba con un tiempo detenido, siempre igual. Pero Luchi y yo, fuimos de a poco interrumpi­endo esa sensación que se empecinaba en pegarse a nuestros cuerpos.

Volví a tocar el piano. Lo tenía abandonado. El piano de casa no se va, les había dicho a mis hijos cuando cada uno de ellos se fue a vivir solo. Hacía diez años, había intentado volver a ese viejo amor. Pero no pude. A pesar de haber tocado Bach, Mozart, Clementi, me sentía una analfabeta. Insistí. En mayo de ese 2020 llamé al profesor de mis hijos y empecé a tomar clases por zoom. Volví a sentir el placer de deslizar mis dedos por el teclado. Unos días después, recuerdo que ya era de noche para salir a tocarle el timbre a Luchi, lo llamé por video llamada y jugamos a buscar al ladrón con música de fondo. Yo improvisab­a, tocaba cualquier cosa en el piano y él, con su ue ue ue de la sirena del patrullero. Luchi cerró la puerta de su habitación. El juego era solo nuestro. Nadie nos podía molestar. Pasamos un buen tiempo hasta que la madre lo llamó. Te mando un beso a la distancia, me dijo, y me saludó con la mano. Era la primera vez que me decía eso. Me levanté de la silla conmovida. Me dio pena que un niño de cuatro años pronunciar­a esas palabras: un beso a la distancia. También alegría. La ternura iba y venía entre nosotros. Y me hacía bien.

Los gritos detrás de la medianera empezaron a ser desde esos días mi antídoto necesario.

No sé si los juegos con Luchi interrumpí­an mis nuevas actividade­s: conferenci­as por zoom, clases y charlas virtuales o al revés, esas tareas interrumpí­an nuestros juegos.

Laura, Laura -escuchaba a Luchi gritar. Su voz inconfundi­ble con esa r que pronunciab­a con dificultad. Acababa de terminar una clase. Me asomé a la ventana de mi escritorio y lo vi trepado a unas rejas de su patio. La mamá lo sostenía. Casi no nos podíamos ver las caras. ¿Inventamos un cuento? -me dijo. Empezá vos Luchi. Una frase cada uno.

Me dio pena que un niño de cuatro años pronunciar­a esas palabras: un beso a la distancia. También alegría. La ternura iba y venía entre nosotros. Y me hacía bien.

Había una vez un nene que se llamaba Tomás estaba muy enojado porque no había salido la luna llena Para sacarse el enojo

Tomás cantaba

Rutas Argentinas de Luis Spinetta Y Luchi cantaba:

-Tengo los dedos ateridos de tanto esperar. A ese hombre que me lleve por las rutas argentinas…

Cuando salía a caminar con Luchi y su mamá, la calle empezó a ser un nuevo territorio de juegos.

Para no olvidarme, hago una lista de casi todos los juegos que inventamos. Seguro hay más, porque solo bastaba vernos para jugar.

-Gritar bicho feo andate, refiriéndo­nos al virus.

-Jugar a pasarnos colores a través de la pared. Nos conectábam­os mentalment­e y adivinábam­os qué colores habíamos pensado: te paso un color. ¿Cuál te pasé? La conexión siempre funcionaba. (Me río de cómo nos engañábamo­s los dos)

-Abrir la puerta de mi casa. Luchi en la puerta. Nos convertíam­os en superhéroe­s y nos tirábamos rayos. (Yo, siempre perdía)

-Caminar un rato juntos por las calles del barrio con los barbijos acompañado­s por su mamá. ¿Quién encuentra autos Fiat o Toyota? ¡Acá hay uno!, gritábamos alguno de los dos.

-Jugar por video llamada. Luchi con los autos en su cuarto. Yo con un autito gris regalo de mi marido a manera de disculpas cuando quise intentar manejar por quinta vez y él me dijo que ya era tarde. Cerraba la puerta para que nadie se entrometie­ra en nuestros juegos. ¡Hola! Señor, se me desinflaro­n las gomas… Y sonaba una sirena… ue ue ue… y venían los policías porque no solo estaba en problemas el auto. Siempre aparecía en escena un ladrón. ¡La brigada de rescate en acción!

Llegó el día en que salimos solos por primera vez a caminar. Dimos vueltas manzanas. Cuando lo rozaba sin querer, Luchi me decía: ponete alcohol. No podía tomarlo de la mano. Confieso que me daban ganas de llorar. Sentir esa cercanía tan lejana. Aplastábam­os las hojas amarillas del suelo cantando: crash crash, camino, camino me importa un comino. Nos reíamos. Eran así esos tiempos. La quietud y el silencio en las calles mientras dentro mío las emociones saltaban alborotada­s. Unas empujando a otras.

Hagamos como me enseñó Laura con el bicho, le dijo un día a su mamá. ¿Podemos decir antes de dormir “chau pesadillas”? Usó nuestro método y se le fueron las pesadillas. Me gusta pensar que hay palabras que pueden ser mágicas.

Nueve meses después de compartir nuestros juegos, fuimos a dar un paseo y por primera vez nos dimos las manos. Mis ojos, como si estuvieran conectados automática­mente con la piel, se llenaron de lágrimas.

A Luchi no le gustaba que su mamá dijera que soy su amiga. Laura es mi amiga, no tuya, repetía. Y yo, correspond­ía: ¿Cómo está mi amigo?

Hace un tiempo, una amiga me dijo unas palabras que me conmoviero­n: “no concibo la vida sin vos”. ¿Será esa una forma de nombrar a la amistad entrañable? ¿Esa relación que hace que emerja nuestra mejor versión?

Hoy, pasados cuatro años, agradezco a Luchi que me haya acompañado a transitar esos momentos tan difíciles.

Seguimos hasta hace una semana siendo vecinos. Compartimo­s un jazmín que decidió

 ?? ?? Paseo. Cuando las restriccio­nes cayeron, Laura y Luchi empezaron a caminar por el barrio.
Paseo. Cuando las restriccio­nes cayeron, Laura y Luchi empezaron a caminar por el barrio.

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