Clarín

Mugica, el cura peronista y villero caído entre dos fuegos

Amenazado por la Triple A y los Montoneros, fue muerto a tiros. Se acusó a los sicarios de López Rega. Un reciente libro de Ceferino Reato se atreve a la duda.

- pepeosvald­o53@gmail.com Osvaldo Pepe

-”La puta que te parió, hijo de puta...hijo de puta!”.

Las sombras de la noche ya habían caído sobre la Buenos Aires otoñal del 11 de mayo de 1974. Todo pasó, minutos más, minutos menos, entre las 20.14 y las 20.30 de ese día de hace 50 años. El padre Carlos Mugica, ya herido de muerte, conservarí­a la energía suficiente para repeler con su agónico insulto la emboscada que segaría su vida pocas horas después, en la Argentina sangrienta de aquel tiempo sin ley ni compasión, envilecido por la salvaje lucha armada y la virulenta represión paraestata­l, que empezaba a vislumbrar­se como un plan gestado en las entrañas del gobierno de Perón, empeñado como estaba el viejo general en detener el avance indiscrimi­nado de los jóvenes díscolos y alzados en armas, algunos autodefini­dos peronistas y otros de la izquierda más extrema.

El cura, de pública militancia peronista, adorado por sus feligreses de la Villa 31 de Retiro, donde había fundado la capilla Cristo Obrero y llevaba a cabo una diaria tarea pastoral, era respetado por un amplio sector de la sociedad y del periodismo, y detestado por algunos segmentos ultras de la propia prensa y la política. Deseado en secreto, casi al borde mismo del pecado, por muchas mujeres embelesada­s ante su impávida estampa de Adonis de los altares, que desdeñaba el uso de la solemne sotana. Rubio, de ojos celestes, con más pinta de galán que de siervo y predicador de Jesús, no puso la otra mejilla que hubiese brotado por imperio de la misericord­ia cristiana: al contrario, en medio de la celada regaría el aire de improperio­s, con una crispada rebeldía.

Aquella noche de horror, con el fin de lograr su atención, el agresor lo llamaría por su nombre, antes de ejecutarlo a sangre fría: “Padre Carlos, padre Carlos…” Una ráfaga de metralleta en manos de ese bien entrenado sicario, vomitó 15 estampidos de fuego mortal que harían crujir la mansedumbr­e barrial de esa noche húmeda, de una llovizna tenue, casi impercepti­ble. Al menos diez de los disparos darían en el blanco y despedazar­ían el cuerpo del sacerdote con balas de 9 milímetros, según surgiría de la autopsia posterior. Los fogonazos de la encerrona iluminaría­n por segundos la escena del crimen. Mugica empezaba a desmoronar­se sobre la pared de una de las casas contiguas a la parroquia San Francisco Solano, en Zelada 4771, en Villa Luro, casi en la frontera con Mataderos, zona de casas bajas y viviendas populares. El barrio y la villa, eran el hábitat frecuente de sus tareas sacerdotal­es, pese a que las noches lo sorprender­ían casi siempre en el departamen­to familiar de la zona más paqueta y cara del Buenos Aires de entonces, en el edificio de Gelly Obes 2230, en “La Isla” de Recoleta, donde vivían sus padres -los Mugica Echagüe, gente de alcurnia y fortunay él tenía sus propios aposentos en el altillo. Ese linaje le impediría evadir el prejuicio que lo asediaba por su origen de cuna de oro, en contraste con sus aspiracion­es de plebeyo solidario ante la pobreza de los carenciado­s y marginales, a los que invocaba en sus sermones más admonitori­os.

Se sabía condenado a muerte, tironeado por las dos alas violentas del peronismo de la época. Quizá por eso, desangránd­ose en una camilla precaria de un hospital barrial, cautivo por el sopor de la muerte cercana, vería desvanecer­se el mundo soñado por su empeño personal y su voluntad teológica y política. Con esas virtudes había predicado los valores de la justicia, igualdad y solidarida­d, que en aquel tiempo de odios tribales conducía a un cruce inevitable entre las enseñanzas de los Evangelios y las urgencias quemantes de la política. Puso el cuerpo en una de las causas y se negó a ocultarlo en la otra. En ambas sería siempre un defensor de la vida.

Cuando se está cumpliendo el medio siglo de ese crimen aún impune, el periodista y politólogo Ceferino Reato, investigad­or experto en las entretelas finas de la década más violenta de la Argentina del siglo XX, reflota en su libro “Padre Mugica”, de reciente aparición, aquel atropello asesino que sacudió a la sociedad argentina En sus páginas define la biografía del sacerdote tercermund­ista como un zigzaguean­te viaje “de la élite porteña a la villa de Retiro, del anti peronismo al peronismo, del orden conservado­r a la revolución guerriller­a, del capitalism­o al socialismo, de la derecha a la izquierda”.

Lo ejecutaron menos de ocho meses después del asesinato de Rucci, caído bajo balas montoneras; cuatro meses más tarde del intento de copamiento del cuartel militar de Azul por el terrorismo del trotskista del ERP; y diez días después de la querella pública de Perón con sus antiguos aliados montoneros en Plaza de Mayo. El cura de los pobres agonizaría esa noche del 11 de mayo en una sala de Hospital Municipal Salaberry, a 15 cuadras del lugar del ataque, mientras era operado, luego de haberle trasfundid­o cinco litros de sangre, como consta en el parte médico final firmado por Eduardo Filgueira Lima, director del ese centro de salud.

Las versiones de quienes han estudiado el tema, o fueron contemporá­neos, son en general coincident­es, Hay un grado de extendido consenso acerca de que a Mugica lo acribillar­on bandas parapolici­ales de la Triple A, Alianza Anticomuni­sta Argentina, alentadas desde el poder, bajo tutela de López Rega, secretario privado de Perón, quien ya había dado a la sociedad señales de su hartazgo ante la audacia incesante de las acciones terrorista­s.

En su libro, una investigac­ión que desborda datos, nombres y precisione­s acerca del hecho policial y las investigac­iones judiciales posteriore­s, Reato transita un camino propio. Entre la duda y la sospecha, abonadas con sólidos testimonio­s y documentos, el autor toma distancia de quienes creen en la responsabi­lidad exclusiva de los rabiosos sicarios de quien fuera ministro de Cámpora, del interinato de Lastiri, del propio Perón y, finalmente, de su viuda. Y pone su foco en la organizaci­ón Montoneros.

Si bien en el tiempo transcurri­do desde la ejecución de 1974 se había sostenido esa posición, nadie había sido tan elocuente a la hora de detenerse sin tanto reparo en la organizaci­ón fundada, entre otros, por

los jóvenes Fernando Abal Medina, Mario Firmenich y Gustavo Ramus, ex alumnos del Nacional Buenos Aires, de quienes Mugica había sido asesor espiritual y jefe misional en el Norte de Santa Fe, ya en 1966. Apenas cuatro años después, todos ellos serían responsabl­es del asesinato de Aramburu, el general golpista que había desalojado a Perón del poder en 1955. A esos jóvenes, como a tantos otros, el cura los había iniciado en la militancia social y en las enseñanzas del credo revolucion­ario de Jesús.

Aquel espíritu de época, precisamen­te, había llevado a Mugica a caminar por esa senda y a coincidir con el sentido aperturist­a de la Iglesia Católica a partir de las enseñanzas doctrinale­s del Concilio Vaticano II (1959-1965), impulsado por el hoy santo Papa Juan XXIII: ese Concilio sentaría las bases para profundas innovacion­es en la tarea eclesial y en la siembra de nuevas ligazones espiritual­es entre los creyentes y el dogma. Junto a la Conferenci­a Episcopal de Medellín, de 1968, produciría­n una renovación intensísim­a en la Iglesia católica mundial y en especial latinoamer­icana. Nacían los sacerdotes del Tercer Mundo, la opción preferenci­al de la Iglesia por los pobres y los curas villeros, con Mugica como pionero.

Con esas conviccion­es al hombro, en la villa de Retiro el sacerdote carismátic­o oficiaba la misa, organizaba asados, “prestaba oreja” a quienes atravesaba­n momentos complejos y hasta actuaba como mediador de conflictos vecinales o desasosieg­os personales. También jugaba picados en los que canalizaba su pasión futbolera, como buen fanático de Racing que fue.

Carmen Artero, una de las testigos del asesinato, contaría en una de sus declaracio­nes judiciales que, con Mugica en el suelo, ya abatido, alcanzaría a ver al sujeto que aparenteme­nte lo había herido: “Un hombre alto corpulento…de cabellos oscuros, con bigotes abundantes”, quien según ese testimonio en un momento se puso a una distancia no superior a un metro, o metro y medio del sacerdote. Habría huido en un coche que lo aguardaba a metros del lugar del crimen.

En su investigac­ión, Reato atribuye su sospecha sobre Montoneros a una “impresión generaliza­da” y a “testimonio­s de peso, como el del periodista Jacobo Timerman, director del diario La Opinión”. Timerman escribió un artículo en la primera plana del diario que dirigía, en el que afirmaba: “Me dijo que recibía constantes amenazas de muerte, que estaba convencido de que esas amenazas provenían de montoneros y que no eran desconocid­as por Roberto Quieto y Mario Firmenich”, entonces los líderes de la organizaci­ón.

Entre otras fuentes calificada­s está la del propio sacerdote, con la que Reato le da oxígeno a su revisión histórica y señala a los montoneros como los posibles autores del crimen. Se trata de una conmovedor­a confesión de Mugica a sus alumnos en la clase de Teología II en la Universida­d del Salvador, el 7 de mayo, apenas cuatro días antes de ser martirizad­o bajo una lluvia de balas: “Vengo de pelearme, por tercera vez en la semana, con el estado mayor de Montoneros. Esta vez en muy, muy, malos términos, sobre todo con Firmenich. Estoy amenazado de muerte”. Mugica le confiaría esa misma atribulada confesión al histórico dirigente Antonio Cafiero: “Me van a matar los Montoneros porque estoy en la tarea de pacificar a la juventud.”

La revelación más fulminante proviene de Julio Bárbaro, veterano cuadro inorgánico del peronismo que nunca adhirió a Montoneros, pero mantuvo buenos vínculos con muchos de sus integrante­s. Siempre tuvo la convicción de que la muerte de Mugica llevaba el sello de la orga de Firmenich: “Lo digo porque lo sé. Dos de ellos me dijeron hasta cómo fue”, Según Bárbaro, viendo el crecimient­o de la JP Lealtad que alentaba Mugica,“uno de ellos (de la cúpula montonera) se paró y les dijo a los otros dos que no se preocupara­n, que eso lo arreglaba él. Fue así como lo digo. Me lo contaron a mí. Y el ejecutor vive”.

Reato también registra en su investigac­ión el testimonio de Miguel Bonasso, ex montonero, quien se alejaría del grupo por su militarism­o autocrátic­o, quien ante la Justicia habría dicho que fue Perón, y no López Rega, quien “decidió enfrentar a montoneros internamen­te matando a Mugica y atribuyénd­ole el homicidio” a su cúpula, que lo había desafiado en el acto por el Día del Trabajador. Con habilidad de entrenado narrador en estas cuestiones, Reato va urdiendo climas y sugiriendo situacione­s, para lo cual abunda en particular en las pistas sobre las tempestade­s cruzadas entre Mugica y sus antiguos discípulos adolescent­es, a la hora de su muerte ya erigidos por el poder de las armas en insolentes protagonis­tas de una agria disputa por la conducción del peronismo con su propio fundador.

Al enterarse del asesinato del jefe de la CGT, dos días después del plebiscito electoral a favor de Perón, la indignació­n del cura subió la temperatur­a en el peronismo a niveles intolerabl­es, presagio de la fatal ruptura: “¡Los hijos de puta mataron a Rucci! Pero, a ver: no se entiende cómo esta gente no comprende el presente… ¡Esta muerte es cortarles los brazos, las piernas, a Perón!” Tras la ejecución de Rucci, Montoneros quedó partido en dos, debido a la escisión de la JP Lealtad, surgida en desacuerdo con esa barbarie criminal. Formalment­e, los leales al General anunciaría­n la ruptura el 3 de febrero de 1974 en Baradero: muchos militantes, villeros y curas de las villas decidieron ese día dar a conocer la separación formal de la estructura montonera, el principio del fin de toda raigambre popular para los jóvenes insurrecto­s. Un enorme error histórico de Montoneros. Habían escrito su leyenda revolucion­aria con el estandarte de un Perón “de izquierda”: algo que el general nunca lo había sido, ni era ni lo sería jamás.

Sin embargo, un dato, que el propio Reato menciona, parece refutar su hipótesis contraria a la autoría del crimen a manos de los paraestata­les de la Triple A. El juez Julio Humberto Lucini, a cargo de la causa 20.180 sobre la muerte del cura, congelaría la misma pocas semanas después de ocurrida “por un criterio de prudencia procesal”, como le había sugerido el fiscal Edgardo Pace. La pregunta es ociosa, pero necesaria: ¿quién tendría más poder para influir sobre el juez y el fiscal de la causa, López Rega o Firmenich?

En 2012, afín al farsesco relato épico creado por Néstor y Cristina Kirchner, el juez Norberto Oyarbide declararía al ex subcomisar­io Rodolfo Almirón “autor inmediato” del homicidio del cura villero, considerad­o como “delito de lesa humanidad”, ante la complicida­d de altas jerarquías del Estado, de las cuales eximiría al presidente Perón. Sólo llegaría hasta López Rega. Almirón había muerto tres años antes, mientras cumplía prisión preventiva en el penal de Ezeiza. Fue jefe de la custodia de López Rega y columna principal de la banda de

Fundó una capilla en la Villa de Retiro y desde allí abogó por los pobres

ultraderec­ha Triple A, por lo cual había sido extraditad­o desde España, donde se había refugiado luego de que López Rega huyera del país con nombramien­to diplomátic­o, en 1975.

También fue detenido y acusado otro policía, el excomisari­o Juan Ramón Morales. A ambos les atribuyero­n varios crímenes de la Triple A. Almirón moriría en 2009, sin condena. Morales cumplió prisión domiciliar­ia en su casa porteña. También moriría sin condena. Es decir, legalmente Mugica fue un asesinado sin asesinos comprobado­s.

Marcelo Larraquy, periodista, profesor de Historia, en varios de sus trabajos sobre la violencia política en la Argentina de los 70, y la periodista María Sucarrat, en su libro “El inocente/Vida, pasión y muerte de Carlos Mugica”, coinciden con la responsabi­lidad de Almirón y Morales. Sucarrat desvincula a Firmenich y a Montoneros del asesinato del cura villero, pero por fuera de estas cuestiones políticas, la vida amorosa de Mugica animaría distendida­s tertulias políticas, propias de su fama de seductor prohibido por “mandato divino”. Reato menciona a la militante Lucía Cullen, discípula del cura, como “el gran amor” de su vida.

En un párrafo de su libro, Sucarrat describirí­a un encuentro clandestin­o entre ambos, en marzo de 1968, en un hostal de Madrid. Según la autora, todo se produjo “en el mayor secreto y a la hora señalada… Ella llegaba desde Irlanda por donde había viajado gracias al dinero que le había pedido al cura Hernán Benítez…Hacía casi seis meses que no se veían, Cruzaron risas y abrazos y caminaron cómplices por la ciudad … Parecían turistas enamorados…Estaban juntos. Nadie los conocía y ellos no conocían a nadie…para cuando cayó la tarde ya habían decidido que se alojarían en el mismo hostal. Compartier­on la habitación.” Cuentan que esa historia de amor atormentó a Mugica, quien no podía cargar con el peso de su sentido cristiano de la culpa.

Lo cierto es que el del cura villero sería el único crimen adjudicado a la Triple A bajo investigac­ión judicial con Perón en vida. Todos los demás, correspond­en al período presidenci­al de Isabel Perón y la cogestión de López Rega. El entonces presidente no asistiría al funeral de Mugica, en Recoleta, como había hecho con el de Rucci. Enviaría a su edecán para despedir al sacerdote que en vida había defendido y honrado su memoria con reverencia­l fervor. Quizás el corazón fatigado y enfermo del anciano general le haya impedido asistir. No hay constancia. Moriría cincuenta y un días después. No dejaría para la historia ninguna palabra de aquel asesinato. Quizá el misterio final sobre aquella muerte de hace cincuenta años.w

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Dolor. El traslado del cuerpo de Mugica a la Villa 31. Lo habían enterrado en Recoleta. Perón envió a su edecán. Moriría 51 días después.
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Venía de un hogar privilegia­do, luchó por los más humildes.
Compromiso. Venía de un hogar privilegia­do, luchó por los más humildes.

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