¿Es cierto que todo empezó ayer?
Aunque a veces no se la perciba en esa escala minimalista, la ciudad es una casa: nos formatea la manera de pensar y de sentir. Eso que nos tocó -creemos- es lo dado, la regla general. Pero si salimos al mundo, lo vemos mucho más ancho y ajeno que a nuestra hogar urbano.
Nací y residí en Rosario hasta mis 21 años. Llevo mucho más afuera de la ciudad que el tiempo vivido allí y, sin embargo, sus calles y su geografía son las que me definen aún. Primero el trazado cuadrado, regular, que estructura el horizonte... y la mente. Cuando descubrí que la mayor parte de las ciudades del mundo respetan planos irregulares me costaba entenderlo. ¿Quién las formateó? ¿Quién había dejado ese intríngulis en manos del caos?
Cuando hace unos años la autora japonesa Marie Kondo se puso de moda, sus teorías no me llamaron la atención. Que un orden en los espacios que nos rodean impulsen una sensación ídem en el ámbito interno me parecía una verdad de perogrullo. La cuadrícula geométrica de Rosario jugaba su rol: así debía pensarse el mundo.
La geografía también aportó lo suyo. De chico creía que la horizontalidad infinita por cientos de kilómetros era la norma, no la excepción. Y aún me embarga la extraña sensación de que todas las ciudades con lomas, sierras o montañas son turísticas. Como que no parecen espacios de trabajo y transpiración sino sólo de goce y de disfrute. Alguna vez me fui de vacaciones y me ofrecieron una casa de alquiler en lo alto del pueblo. Preferí buscar otra. Me parecía que estaba alejada de todo: en la llanura -la parte baja- radicaba el secreto.
La ausencia de historia también es algo que heredé de Rosario. Una ciudad nueva, que nunca fue fundada y donde la gente llegaba de todas partes. Cierto, está Belgrano y la bandera pero nada queda de ese momento. Tampoco nos remontamos al 1573 de Córdoba o de Santa Fe ni tenemos, como los tucumanos, la Ciudad Sagrada de Quilmes, que se desarrolló a partir del siglo X. Camino por calles coloniales y me envuelve la extrañeza a la vez que la emoción. ¿No era cierto que todo había empezado ayer? ¿Muere uno o deja de morir, entonces? Las dos cosas: muere al dejar de morir.
Aquí el pasado pareciera no existir. Nadie está con otro más que una porción de su tiempo. Los límites son claros. Las cosas se comparten de una forma extraña. Parcial. Conveniente. Siempre que sea práctico y que no dure más que un rato todo parece ser posible. Compartir el ascensor con un vecino puede ser amenazante. Nadie se mira a los ojos. Me doy cuenta que eso es una de las cosas que aún me cuestan y me costarán: el concepto de lo propio y lo ajeno. La anulación de la mirada. Esa frontera que se levanta. La practicidad de los límites. La falta del espacio común. Nunca me llevé bien con eso. Nunca fui práctico. Nunca entendí bien los límites, siempre tendí a la convivencia de todo con todo. Quizá por eso en la mesa al lado de Borges también reposan variedad de enfermedades dermatológicas ¿Por qué no veo esas fronteras?
Ahí es cuando vuelve la pensión a mi cabeza. Ese pasillo, esa puerta desvencijada frente a la cual cada tanto paso a respirar melancolía. Una parte de mí, sin dudas, sigue buscando ese patio común. Ese intersticio. Esa guitarra que pulsaba mi padre por la tarde. Las melodías de Yupanqui. Ese chocar con el otro ¿Dónde está ahora ese encuentro constante con el otro, con lo otro, con uno? ¿Existe? ¿Debe existir? ¿O es la nostalgia la que escribe ahora y me empuja a llenar esta hoja en blanco con inútiles recuerdos? Las mudanzas son tiempos de resurrección. Eliminar lo viejo. Tomar lo nuevo. Validar antiguas creencias. Afirmar antiguos rituales. ¿Debo detenerme, rebelarme entonces? ¿Debo subirme a la corriente? ¿Debo seguir escribiendo estas palabras o debo callarme de una vez por todas? ¿Encontraré algún día, al doblar una esquina cualquiera, el perfume de ese patio común? ¿Volveré a escuchar esa telúrica guitarra? ¿O me convertiré en una sombra más que deambulará en el silencio? ■