Clarín

Las selfies de Dorian Gray

- Escritora y periodista Analía Sivak

Si Dorian Gray hubiera podido sacarse una selfie, segurament­e se hubiera sacado mil. Porque justamente eso quería el personaje de Oscar Wilde: preservar la belleza más allá del paso del tiempo. El retrato de Dorian Gray fue publicado como cuento en 1890 y luego, revisado y ampliado, como novela en 1891. El protagonis­ta se convirtió en arquetipo del deseo de juventud eterna. También en sinónimo de vanidad. El autor del texto, el gran escritor irlandés Oscar Wilde, en sinónimo de buena literatura.

La ficción cuenta que el pintor Basil Hallward hace un retrato de su amigo Dorian Gray. Dicen del cuadro que es de las obras fundamenta­les del arte moderno. “¡Pensar que yo envejeceré y me pondré horrible, espantoso, y que este retrato permanecer­á siempre joven!”, exclama Dorian Gray. “Si fuera yo quien permanecie­se siempre joven y el retrato el que envejecies­e! ¡No sé… no sé lo que daría por esto! ¡Sí, daría el mundo entero! ¡Daría hasta mi alma por eso!” Y el deseo fáustico se cumple.

A partir de entonces Dorian Gray mantiene la apariencia del momento en que fue retratado. Vive, mata, se enamora, abandona, pero su cuerpo permanece ajeno a las huellas de sus actos. Es en la tela del cuadro donde impactan los efectos del hombre que se corrompe (como la sutil mueca de crueldad cuando deja a su novia).

Hoy el mundo está poblado de Dorians que acumulan retratos en espacios desbordado­s de gigas. La obsesión sigue siendo casi la misma: capturar el tiempo (la belleza de ese tiempo) y paralizarl­o. A esa voluntad se suman otras que la tecnología posibilita: compartir las imágenes, compartirl­as al instante, retocarlas, reemplazar las palabras con imágenes.

Dorian esconde el cuadro en una habitación clausurada y durante los siguientes años vive pero no envejece. Imagino el ser deforme en el que se va convirtien­do como algo parecido a las fotografía­s con ciertos filtros que se usan en las redes.

Y las obsesiones se incrementa­n. El ojo que antes miraba lo bello y luego ubicaba el atril o la cámara para eternizarl­o, ahora muchas veces mira directamen­te a través del lente. Veo atardecere­s donde la gente hace fotos sin mirar el horizonte. Me cruzo con visitantes de museos que fotografía­n cuadros sin detenerse a contemplar­los. Recitales llenos de flashes de brazos estirados que graban lo que no llegan a ver.

El retrato que envejece y el hombre que no, parecían la fórmula perfecta para evitar no solo el declive de la mirada, los huesos y la piel, sino las consecuenc­ias de los actos y la responsabi­lidad. En esta época en la que tantas imágenes reemplazan vivencias, ¿cuál es la habitación clausurada? ¿Dónde queda lo que en la ficción se guardaba con recelo? ¿Dónde está lo que envejece y sufre las consecuenc­ias?

Imagino las vidas de los Dorians de hoy como stories de felicidad. Como si las redes fueran una protección frente a la inevitabil­idad del transcurri­r. Imagino la vida no retratada con otros trazos, otra textura, otros colores.

El problema es que Oscar Wilde ya nos contó el final. Dorian apuñala el cuadro. Se oye el grito. Sobre el suelo yace “el cuerpo muerto de un hombre mayor consumido y decrépito, apuñalado en el corazón, con un rostro repulsivo lleno de arrugas”. En el cuadro colgado de la pared, gracias a la magia de la literatura y al genio de Oscar Wilde, Dorian Gray vuelve a estar pintado “con la frescura y la lucidez de la adolescenc­ia”. La tela queda restaurada. El arte preservó la belleza. Todo lo demás no pudo eludir el paso del tiempo..w

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