Clarín

Lviv, algo más que el umbral a la pesadilla que retuerce a Ucrania

En la ciudad fronteriza la gente vive casi normalment­e, una conmovedor­a respuesta a la brutal agresión rusa y en el peor momento de la guerra.

- Marcelo Cantelmi

Ucrania está en guerra, pero la guerra no parece estar en la gente. Al menos, no en una gran porción de su población que arma su vida con la mayor normalidad pese al peligro que se extiende desde hace poco más de dos años cuando Rusia invadió el país al que niega el derecho a existir. Lviv es la primera escala del viaje de este enviado junto a un grupo de periodista­s latinoamer­icanos que cruzó desde Polonia para observar en el terreno, en una recorrida por distintas ciudades incluida la capital Kiev, qué es lo que sucede en el peor momento para Ucrania de este conflicto.

Lviv es enorme, con rasgos tradiciona­les y tonos que la asemejan al centro antiguo de Roma. Ayudada por un clima de primavera que llena las calles de jóvenes dispuestos a divertirse un domingo por la tarde, padres con sus hijos, abuelos, nietos y familias que pasean los perros. Todos los comercios están abiertos captando esa multitud. No se ven soldados, ni retenes militares. No hay pánico, por el contrario, una intensa apuesta a la vida con restaurant­es completos, mesas en las calles y bares con un gentío. ¿Dónde está la guerra? Este movimiento de pura normalidad posiblemen­te constituya la respuesta más desafiante y conmovedor­a de los ucranianos al invasor.

Lviv es mucho más que el umbral a la pesadilla que retuerce al país. Ha sido también atacada y más de una vez debido a que constituye un blanco estratégic­o para el Kremlin. Además, la población se duplicó en un lapso muy breve a dos millones de personas por el exilio interno de la gente que huyó de las cercanías del frente. Ese fenómeno impulsó a la baja los salarios por la multiplica­da oferta laboral y aumentó todos los precios, incluido los alquileres. Lviv es hoy más cara que la capital, incluso.

Pero lo que un observador atestigua es una resilienci­a muy activa frente a lo que sucede, un componente aún más relevante en horas de noticias graves sobre la avanzada sin precedente­s de las tropas rusas sobre el entorno de Kharkov, en el norte, la segunda ciudad en tamaño del país. Machacan allí a un ejército ucraniano exhausto y sin suficiente­s armas tras seis meses de bloqueo de ayuda por la presión de los republican­os de Donald Trump en el Congreso.

Con quien se hable en Lviv, la gente está atenta a lo que sucede, aun- que sin dramatismo­s. Kharkov no caerá, dicen, demasiado grande y compleja incluso para los rusos. Muestran una aplicación en sus celulares, “Air Alert”, que avisa si hay un ataque, de dónde viene e incluso suena la sirena de bombardeo en los aparatos para que se pongan a cu- bierto. “No lo hacen con miedo, se han habituado, es un sistema de control, lo mismo es en Kiev”, explica Miroslava, la guía del grupo, una ucraniana que abandonó diez años de radicación en Canadá para regresar a Ucrania cuando estalló la guerra y vive ahora en Kiev.

En el país hay toque de queda estricto. A las doce de la noche las calles tienen que estar vacías. Hay castigo por violar esa regla de ley marcial que rige debido a la guerra. Desde bastante antes de esa hora, comienzan a desarmarse las mesas de los bares en las veredas, los parroquian­os que quedan se instalan en el interior de los locales y luego más allá de las once todo el mundo se marcha a sus casas.

Miroslava, cuyo nombre eslavo significa “paz y gloria”, es quien coordinará y traducirá para los periodista­s durante la recorrida. Con frecuencia va y viene desde Polonia llevando delegacion­es.

A Lviv se llega por tierra, en automóvil o en tren. No hay vuelos debido a los bombardeos. Es el camino que acaba de hacer desde Varsovia el canciller norteameri­cano, Antony Blinken, para avisarle en persona al presidente Volodimir Zelenski que la ayuda finalmente está por llegar después de que se aprobó un paquete de US$61 mil millones. Una buena noticia, quizá tardía. Kiev cuenta con un tercio de las antiaéreas que necesita y requiere de una flota completa de aviones para romper la ofensiva rusa y dar vuelta la guerra. Falta eso.

El viaje desde Varsovia hasta la frontera insume alrededor de seis horas y luego otra hora y media para alcanzar la ciudad. La ruta en la parte polaca es perfecta, cuidada y arbolada. Del otro lado está bacheada. Se cruzan pueblos cada vez más pequeños hasta que se alcanza un amplio callejón que culmina en un inmenso tinglado con casetas de guardia distinguid­as por números. Es la parte polaca de la frontera y de inmigració­n. El trámite ahí se demorará. Una mujer con uniforme pide los pasaportes, los lleva a una oficina, luego revisa si las fotos coinciden con los periodista­s, hace preguntas, es una rutina. No se ven autos que se haya impedido cruzar. Finalmente, después de media hora, se libera el camino al minibús.

Unos 200 metros más adelante aparece la parte ucraniana de ese límite binacional. Allí nuevamente, pasaporte, semblanteo y una revisión más exhaustiva del vehículo. “Miran si no se está haciendo contraband­o”, aclara la guía. Un dato interesant­e y que marca otro impacto de la guerra: nos avisan que en nuestro retorno esos guardias harán una mirada más detallada de la camioneta para descartar que se esté llevando ucranianos ocultos a Polonia. Hay jóvenes que no quieren acabar en el frente. Está prohibido que un ucraniano mayor de 18 años abandone el país. Pero existe un negocio de tráfico de personas de diez mil dólares por cabeza que el gobierno y las autoridade­s locales intentan exterminar, especialme­nte ahora que la falta de soldados es acuciante.w

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M. CANTELMI Vida cotidiana. Una calle de la ciudad de Lviv, en una pausa del conflicto iniciado por Rusia.
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