Clarín

La pequeña Babel de las biblioteca­s

- Miguel Gaya

Hace unas entregas mencioné una inocente práctica de lectura a la que llamé “lectura oblicua”, que consistía en robarle libros a mi mujer y leerlos con su voz, a través de la bendición de sus anotacione­s y subrayados. Libros que sacaba a hurtadilla­s de su biblioteca, que se había desprendid­o por razones de espacio de aquellas que compartíam­os.

No lo hubiera hecho. Los dioses son celosos de nuestra dicha, sobre todo cuando no se la atribuimos. Y lo que menos toleran es que nos ufanemos de ella, como lo hice públicamen­te y por escrito. Y, se sabe, el castigo de los dioses es silencioso, certero y de una crueldad refinada.

Días pasados volví a rondar la biblioteca de mi mujer con ánimo de apropiació­n. Una biblioteca donde, y me cito: “he leído autoras... que si no fuera por esa forma de lectura oblicua, las hubiera perdido para siempre. Alguien señaló para mí un tesoro con el que no hubiese tropezado”.

Bueno, me tropecé con un tipo llamado Pedro. Dicho en francés, Pierre Lemaitre. Me quedé mirando estúpidame­nte la portada. “Nos vemos allá arriba”, decía. Volví a poner el libro en su lugar. A la noche, durante la cena, con toda malicia saqué a relucir el nombre y la novela. “¡Ah, sí!”, dijo mi esposa y estuvo un buen rato contándome la trama con entusiasmo.

No sé si tengo que explicarlo. El tal Pierre es un hombre. La novela, es de guerra. O empieza de guerra, de tiros y explosione­s. Y sigue con picaresca, con aventuras, con giros hasta policiales. ¿No es esa lectura de hombres, no es su autor un hombre? Y ahí estaba mi mujer, no solo contándome a un autor que yo no había leído, sino un libro que ella había puesto en su biblioteca. ¿No es que era una biblioteca de mujer, que debía tener libros escritos por mujeres, sobre mujeres? ¿No era ese el trato? Pero, ¿quién había hecho ese trato?

Acá los dioses, en su Olimpo, comenzaron a frotarse las manos. Allí, decían, hace agua un machirulo encubierto. Que estaba tranquilo, satisfecho, mientras su esposa tuviera en su biblioteca libros de mujeres, mientras siguiera haciendo, de algún modo, cosas de mujeres. Ahí tiene su castigo. No diré que no, que no hubo nada de eso. No seré yo quien niegue los condiciona­mientos sociales con respecto al género.

Pero, créase o no, mi lamento era por la caída, otra más, de un principio de orden. Llega un punto en nuestra vida de lectores que debemos admitir que, al menos para nosotros, el universo de los libros se precipita en el caos. No solo resulta imposible leerlos todos, sino siquiera ordenar los que leímos. En medio del pequeño caos de mis libros, la biblioteca que había levantado mi esposa era como un pequeño oasis ordenado de literatura a descubrir. Autoras, me dije, ese era el orden. Y allí estaba otra vez, insidiosa, la lengua de Babel. Provocando el caos con dos palabras: Pierre Lemaitre.

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