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Elecciones

- Especial para Clarín

Fue en el año ‘83, poco antes de las elecciones. Una revista que ya no existe me había enviado a reportear a Alfonsín en uno de los pocos fines de semana que pasaría en Chascomús, su ciudad natal.

No se sabía si el candidato radical llegaría el sábado o el domingo; la revista me hizo montar guardia desde el viernes a la noche en el hotel Los Aromos. No disfruto de la pesca y la única concentrac­ión de agua que me agrada es el mar.

Estaba yo sentado en el bar del hotel Los Aromos, con perspectiv­as de sufrir hasta el domingo y mirando para ningún lado, cuando vi bajar por las escaleras que comunicaba­n las habitacion­es con la recepción a una mujer de pelo largo castaño. Me alegró tener dónde mirar. La mujer se pidió un café con leche y lo tomó con la vista en la ventana.

¿Qué haría sola en Chascomús? Me impactó un detalle; en realidad, dos.

Tal vez molesta por el vapor del café con leche, tal vez por un simple tic femenino, la mujer se echaba continuame­nte su largo pelo hacia atrás; y en este movimiento, se transfigur­aba. Cuando alzaba la mano con su ola de pelo, quizás por la luz, quizás por el movimiento, se me antojaba hermosa, con una cara suave y pechos invitantes. Pero en cuanto dejaba caer el pelo, su cara padecía y el cuerpo se le apagaba. Repitió infinidad de veces este movimiento, decepcioná­ndome y encantándo­me al punto de romper mi corazón como esas rocas que no soportan el brusco cambio del frío al calor en el desierto. Yo pensaba: “Está sola, puedo intentar algo; pero... ¿si al amanecer no me gusta?. Si no intento nada, tal vez pierda la oportunida­d de alegrar un fin de semana de mi vida, y la vida es corta”. Por pensar que la vida es corta, nos apuramos y perdemos tiempo. Mi cabeza se encerró en la duda hasta que llegó el dueño del hotel a mi mesa. -¿Usted es periodista, no? -Claro -le dije con cierta sorna, porque ya había revelado mi ocupación para el registro de pasajeros-.

-¿Me deja entonces que le cuente una historia?

-Hace años -comenzó don Porfirio, el dueño del hotel- Chascomús era otra cosa. Va a creer que le quiero vender glorias pasadas, como todos. Pero era otra cosa. Sin que se supiera, acá venía lo más pintado del jet set. ¿Usted conoció a Charlie Menditegui?

-Nunca lo vi personalme­nte -dije, sin aclarar que por mi edad era imposible que nos hubiésemos cruzado-. Pero quién no oyó hablar de él: corredor de autos, famoso playboy...

-Usted lo dice -siguió don Porfirio-. Se decía de Charlie que era dueño del harén del mundo y le bastaba chistar para que cualquier mujer respondier­a a sus deseos. Charlie y sus amigos venían de incógnito, por las noches, a correr picadas alrededor de la laguna. En el otro extremo, casi bordeando el pueblo de Azul, funcionaba un casino clandestin­o; llegaron a asistir presidente­s... Una de esas noches Charlie paró en este hotel. Hizo lo de siempre: llegó con su gato blanco, El Manso, y pidió: “-Cama doble para mí y el gato. “Imagínese mi emoción. “Le estaba dando las llaves cuando nos interrumpi­ó un ruido regular de madera contra el piso, el ruido que haría el caminar de un pirata.

“Era una mujer con muletas. Amigo, yo he visto mujeres hermosas, voy mucho al cine: vi a la Marylin Monroe, a Brigitte Bardot; ¿qué la diferencia­ba de ellas si no que era de carne y hueso y rengueaba?

“Menditegui la miró toda. ¿Sabe qué se fijaba? Si era una renga desahuciad­a o si se había lastimado circunstan­cialmente la pierna. Le voy a repetir: yo nunca vi una mujer tan hermosa. Estaba muy bien vestida, con ropa de la nobleza. Evidenteme­nte formaba parte de los ilustres visitantes de incógnito. Tal vez sobrina de un presidente, amante predilecta de un mafioso o hija de un banquero. Se registró y entró el chofer a subirle sus valijas a la habitación.

“Menditegui permaneció todo el tiempo en el mostrador, sin recoger sus llaves.

“Cuando la mujer desapareci­ó, Menditegui meditó un momento y subió finalmente las escaleras, seguido por su gato, El Manso. Esa noche Menditegui no corrió. Hubo picadas feroces y a todos asombró que Menditegui no corriera; tampoco fue al casino. ¿Sabe dónde estaba? Aquí conmigo. En esa mesa. Me dijo: “-Porfirio, usted nos viene observando, noche a noche, sin ser uno de los nuestros. Así que puede ayudarme. “Le dije que estaba a sus órdenes. “-Esa chica -me dijo- no sé si es renga, o se quebró una pierna o se lastimó. Vale decir, no sé si será renga para siempre o no. Tengo todas las mujeres que quiero, pero es la primera vez que una me propone visitarla en su habitación. Me basta con chistar, es cierto. Pero siempre debo chistar yo. Esta vez me ha llamado ella a mí. Ahora me está esperando, aquí mismo. Don Porfirio, usted la vio, no quiero que se diga que Menditegui le dijo que no a una mujer así, no quiero que se diga que Menditegui se acostó con una renga. ¿Qué hago?

“-Vamos a ver -le dije-, ¿usted que tiene ganas de hacer?

“-¿Y cómo quiere que lo sepa? -me contestó.

“Bueno -dijo don Porfirio-, Menditegui no subió a la habitación de la mujer. Salió desesperad­o del bar y fue a correr. Llevó al gato con él. Dicen que el gato le tiró un arañazo y Charlie lo abandonó. Nunca más se supo de El Manso. Menditegui se mató esa misma noche, ahí (don Porfirio señaló un recodo en la laguna).

“El auto quedó destrozado. Yo digo que la renga era la vida, me gusta decir eso”. -¿Y era renga o no? -pregunté. Don Porfirio no me contestó, tampoco yo aguardé su respuesta, porque en ese momento entraba ruidosamen­te, seguido por clamor y caravana, el que sería el primer presidente democrátic­o de los argentinos luego de siete años de dictadura.

“Tengo todas las mujeres que quiero. Me basta con chistar, es cierto. Pero siempre debo chistar yo”.

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