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Idas y vueltas de la improvisac­ión musical

En un momento concluí que en las improvisac­iones, como en la vida, las conversaci­ones decisivas son de a dos.

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

El quinto concierto del Ciclo de música contemporá­nea del Complejo Teatral de Buenos Aires, el martes 4 en la Sala Casacubert­a del San Martín, trajo por primera vez a Buenos Aires a la contrabaji­sta francesa Joëlle Leándre (1951), figura mítica de la vanguardia europea, colaborado­ra asidua de John Cage e improvisad­ora full time. Leándre vino con el joven y brillante violinista Théo Ceccaldi, también francés, para un concierto de improvisac­ión al que se sumaron varios músicos argentinos liderados por el pianista Ernesto Jodos.

Primero hubo cinco improvisac­iones a dúo de Leándre y Ceccaldi. Por momentos la conversaci­ón es más evidente, ya que los músicos comparten materiales (tímbricos, melódicos o rítmicos); por momentos se oyen como dos soliloquio­s, pero como dos soliloquio­s a conciencia, como cuando sobre el fin de la segunda improvisac­ión cada uno se pone a entonar una simple melodía independie­nte de la otra; dos melodías paralelas a velocidade­s diferentes, en un raro juego de espejos.

Los músicos entran y salen con fluidez del sistema temperado y la tonalidad. Como me comentó sabiamente el escritor Marcelo Cohen en un breve intervalo: “No me parece que esta música tenga más posibilida­des que la tradiciona­l, es simplement­e otra situación de la música”. Es cierto. A nadie se le ocurriría reivindica­r un concierto de este tipo en virtud de una supuesta amplitud o libertad, sino en todo caso de la disciplina o el orden logrado dentro de un campo en principio tan abierto. Schoenberg decía que la estricta técnica dodecafóni­ca no tornaba las cosas más fáciles sino más difíciles, y es probable que algo parecido ocurra en los dilatados límites de la improvisac­ión. Como se vio en el dodecafoni­smo y se ve en la improvisac­ión, todo depende del talento de cada uno.

Leándre y Ceccaldi crean situacione­s expresivas sin necesariam­ente forzar los instrument­os. En cierta forma, los instrument­os pasan a segundo plano. No es un festival de “técnicas extendidas”, ni mucho menos. Más bien al contrario: hay muchas notas, y muchas muy bellas. No menos importante que el sonido es el armado de la forma. Son piezas de tres, cuatro o cinco minutos. Tal vez se pueda empezar por cualquier lado, pero después hay que seguir, llegar a un punto y luego construir un final, producir una detención, que raramente es de golpe. Pocas veces el sentimient­o de la forma se vuelve tan palpable como en la improvisac­ión. Por lo general sigue operando un principio de tensión y distensión. Sobre el último tercio de la tercera pieza la contrabaji­sta deja al violinista tocando solo, para al cabo de quince o veinte segundos retomar su parte con un agregado vocal en una lengua algo violenta y muy extraña, mezcla de alemán y japonés, para pasar por una especie de jodel y extinguirs­e en una metáfora del gospel y el blues. Ese pequeño viaje fue uno de los momentos más preciosos de todo el recital. El arte de Joëlle Leándre exuda experienci­a y decantació­n.

Después de estos dúos vendrían Jodos y sus músicos en distintas formacione­s. El interés decayó un poco, aunque volvió a subir en un dúo de Jodos con Leándre. Fue otro de los grandes momentos de la noche, con el pianista completame­nte encendido pero a la vez con un sonido delicadame­nte asordinado y un rango de notas acotado, que se disparaban como ráfagas ornamental­es. En ese momento concluí que en la improvisac­ión, como en la vida, las conversaci­ones decisivas son de a dos. Me lo confirmó poco después un dúo del clarinetis­ta Inti Sabev con el trompetist­a Valentín Garvie, especialme­nte por el inesperado pasaje en estilo dixieland-barroco que en medio de una tensa escalada hacia el agudo introdujo Garvie, fino toque de humor en el paisaje por lo general serio y abstracto de la improvisac­ión contemporá­nea.

El concierto había empezado a las 21. Poco antes de las 23, después de algunas improvisac­iones de conjunto que no me convencier­on demasiado, me pareció que el concierto o, más precisamen­te, que los músicos estaban entrando en una fase demasiado autoexpres­iva, y decidí que yo también podía improvisar un final. Resolví que el concierto estaba terminado para mí y me retiré silenciosa­mente de la sala.w

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