Tal vez, no sea el mejor final
La película intenta ser un filme de superhéroes diferente, pero pasa por momentos aburridos.
Glass
Thriller. EE.UU, 2019. 129’, SAM 13 R.
De: M Night Shyamalan. Con: Bruce Willis, Samuel L. Jackson, James McAvoy, Sarah Paulson. Salas: Atlas Flores, Belgrano Multiplex.
Dos décadas atrás, Sexto sentido tuvo tal éxito que los más exagerados llegaron a calificar M. Night Shyamalan, entonces un joven de 29 años, como el “nuevo Spielberg”. Así, el director encaró su siguiente proyecto en la cresta de la ola y, claro, El protegido no pudo repetir aquellos extraordinarios números de taquilla, por lo que cayó en la papelera de reciclaje con la etiqueta de “fracaso”. Pero se trataba de una película para nada desdeñable, que se anticipó al furor por los superhéroes y la influencia de los cómics en el cine.
Con ritmo pausado y poca acción, era una “historia de origen” de superhéroe transformada en el drama existencial de un hombre común que desconoce sus poderes extraordinarios; como si Clark Kent ignorara su fuerza, su visión de rayos X y su capacidad de volar. El protegido pedía secuela a gritos, pero como no recaudó lo esperado, esa secuela llega recién ahora, 19 años más tarde, bajo la forma del capítulo final de una trilogía cuya segunda parte fue Fragmentado (2016; la escena final es su nexo más claro con El protegido).
En Glass, Shyamalan reúne al héroe (David Dunn, a cargo de Bruce Willis) y al villano (Elijah Price, alias Mr. Glass, a cargo de Samuel L. Jackson) de El protegido con el villano de Fragmentado (James McAvoy como el hombre de 24 personalidades). ¿Cómo? Con un recurso no muy sofisticado: los hace coincidir a los tres en un neuropsiquiátrico, donde transcurre la mayor parte de la película. Están en tratamiento con una psiquiatra que intenta curarlos de un delirio de grandeza especial: creerse un superhéroe.
Es, como El protegido, la búsqueda de otra película de superhéroes diferente. Que privilegie la filosofía y la psicología sobre las patadas y las explosiones; que esté enfocada en el problema de la identidad y la idea que cada individuo tiene de sus limitaciones. Un objetivo tal vez noble pero pretencioso, que tiñe todo de tedio.
La premisa del manicomio podría dar lugar a la comedia, pero no. Al bombardeo visual al que suelen someternos los superhéroes, Shyalaman le contrapone teatralidad, con demasiados diálogos, explicativos hasta la irritación. Hay un intento de hacer un metacómic, pero ese ejercicio de autoconciencia también es víctima de la verbalización excesiva.
Pueden rescatarse las actuaciones de Jackson y McAvoy, que se luce con sus cambios de personalidad, aunque es un recurso tan sobreexplotado que agota. Casi tanto como la tendencia de Shyamalan a terminar sus películas con giros sorpresivos: sí, aquí lo vuelve a hacer. ■