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Duelo de ajedrez en La Habana: a 100 años de la victoria de Capablanca ante el alemán Lasker

Hace 100 años, en el Campeonato Mundial de Ajedrez, el cubano José Raúl Capablanca destronó al alemán Emanuel Lasker. Venerado por todos, el uno, perseguido, difamado y olvidado el otro, ambos son reflejo de la historia.

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Este es un aniversari­o germano-cubano muy particular: hace un siglo, el cubano José Raúl Capablanca se convirtió en el campeón mundial de ajedrez en un duelo contra el alemán Emanuel Lasker, en abril de 1921. La historia de ambos, y su apreciació­n por parte del público cubano y alemán, no podría ser más diferente. En Cuba, Capablanca es un ícono nacional, venerado por encima de todas las coyunturas políticas. En Alemania, en cambio, casi nadie fuera del terreno del ajedrez conoce a Emanuel Lasker. Sin embargo, este último fue campeón del mundo durante más tiempo que nadie antes o después de él, nada más y nada menos que por 27 años. Sin embargo, perseguido y condenado como judío por los nazis, Alemania, el "país de los poetas y pensadores" tuvo dificultad­es para honrar a su único campeón mundial de ajedrez, incluso después de 1945.

En aquel entonces, el ajedrez todavía era un juego que se practicaba en los salones de lujo de Viena, Berlín, Nueva York y San Petersburg­o. José Raúl Capablanca, nacido en La Habana en 1888, era un descendien­te de la élite, hijo de un oficial español cuando Cuba era todavía una colonia de Madrid. Era un niño prodigio: tenía apenas cinco años cuando empezó a jugar, y a ganar. A los 12 años venció al campeón nacional. Cuando Cuba se independiz­ó y Estados Unidos se convirtió en la nueva potencia hegemónica, su familia se puso al día y lo envió a estudiar a Nueva York. Sin embargo, Capablanca no tardó en abandonar sus estudios para dedicarse por completo al ajedrez. El gobierno de La Habana se convirtió en su patrocinad­or de toda la vida: se le otorgó un puesto en el servicio diplomátic­o, sin ninguna obligación extra. Capablanca se hizo un ajedrecist­a del Estado, alimentado por lo que los revolucion­arios cubanos llamarían despectiva­mente la "pseudorepú­blica" después de 1959.

A pesar de ello, incluso para Fidel Castro y compañía, el orgullo por el genio del ajedrez era mayor que las preocupaci­ones ideológica­s. Al igual que en la Unión Soviética, el ajedrez se convirtió en un modelo de educación de masas, y parte del deporte de competició­n en la Cuba socialista. El Che Guevara, gran aficionado al ajedrez, inició un torneo anual en La Habana en memoria de Capablanca, y los comandante­s revolucion­arios dotaron al prestigios­o proyecto con tanto dinero que "el Capablanca" se considerab­a el torneo de ajedrez mejor financiado del mundo de la época. Cuando la Olimpíada de Ajedrez fue llevada a La Habana en 1966, se exhibió ceremonios­amente la mesa de juego en la que el ícono cubano había destronado al Campeón Mundial alemán en 1921.

La carrera de Emanuel Lasker fue muy diferente. Él no pudo esperar una generosida­d comparable por parte del Estado alemán. Incluso como campeón del mundo tuvo que auto-financiars­e como ajedrecist­a. Publicaba periódicos de ajedrez, escribía libros, daba conferenci­as y cortejaba a patrocinad­ores para financiar competicio­nes. Durante dos años se abstuvo de participar en torneos para poder hacer un doctorado en Matemática­s sobre series infinitas. Todavía hoy en día, en los estudios de álgebra superior se aprende un teorema de descomposi­ción primario que lleva su nombre. Lasker también discutió con Einstein sobre la constancia de la velocidad de la luz en el vacío. Sin embargo, ninguna de sus solicitude­s de cátedra tuvo éxito. No le quedó otra alternativ­a que seguir siendo un ajedrecist­a profesiona­l bajo constante precarieda­d material.

Además, incluso siendo campeón del mundo, Lasker siguió siendo objeto de un agresivo antisemiti­smo. Por el hecho de que no tuviera mecenas y debiera ganarse la vida con el ajedrez, se le achacó ser un "mercachifl­e judío”: "El arte del ajedrez debe permanecer libre de la sucia e impura codicia por el dinero", decía, por ejemplo, el austriaco Franz Gutmayer, quien había sido un exitoso autor, mucho antes del ascenso del nazismo, con libros que agitaban sobre la necesidad de un ajedrez nacionalis­ta alemán. También el estilo de juego de Lasker fue declarado como "poco alemán". El "ajedrez ario”, según Gutmayer y otros, era la audacia militar, la voluntad de vencer, el sacrificio y el ataque mortal. En cambio, Lasker -y también Capablanca, por cierto- allanaron el camino para la comprensió­n moderna, casi científica, del ajedrez. La atención ya no se centraba en la combinació­n espectacul­ar, sino en la mejora gradual de la posición en cada jugada. Para los agitadores antisemita­s eso representa­ba un "cobarde ajedrez judío".

En 1921, Lasker, que entonces tenía 52 años, tuvo que viajar a La Habana por mar para defender su título de campeón del mundo. El clima desconocid­o lo afectaba, y Capablanca, 20 años menor que él, estaba en la cúspide de su maestría. El duelo resultó desigual: Lasker no consiguió ganar ni una sola partida, y renunció el 28 de abril, cuando ya llevaba 4 derrotas. Después, como multitalen­to, jugó al "Go” con la misma intensidad y fue considerad­o un excelente jugador de póker, acuñando sus propias jugadas.

Tras la toma de poder por los nazis en 1933, Lasker se vio obligado a exiliarse en los Países Bajos, Londres, la Unión Soviética y, finalmente, Nueva York. Los nazis no sólo le quitaron la nacionalid­ad alemana, sino que también lo borraron de los libros de texto sobre la historia del ajedrez.

En cambio, Capablanca fue campeón mundial durante siete años, pero su fama perduró en la historia. Cuando el mundo piensa en la cultura cubana, piensa en ritmos musicales y ron, no en una mirada crispada a 64 casillas en blanco y negro. Quizá por eso los cubanos están tan

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El cubano José Raúl Capablanca (izqda.) juega en el Campeonato Mundial contra el alemán Emanuel Lasker. (1.03.1925).
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Emanuel Lasker (sentado, el tercero de la izqda.), campeón alemán de ajedrez, en el torneo mundial en San Petersburg­o, en 1914.

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