Deutsche Welle (Spanish edition)

Comprendo su fe en Nayib Bukele, pero ....

- Óscar Martínez

Nunca lo escribí. Lo dije en conversaci­ones editoriale­s con mi periódico, con mis amigos, pero nunca lo escribí. Mi culpa. Vigilar la construcci­ón de una dictadura en tu país hace que perdás de vista que otra gente, mucha gente, tiene otra perspectiv­a y todo el derecho a tenerla. Así que lo escribo por primera vez: a ustedes que tienen fe en el presidente Nayib Bukele, los comprendo.

Déjenme puntualiza­r: a ustedes, que vivieron la barbarie de las pandillas por décadas al nomás abrir la puerta de sus casas, los comprendo. A ustedes, que tenían que caminar El Salvador como si fuera un territorio en guerra, evitando el frente enemigo sin pertenecer a ningún bando, cada mañana, cada miserable día, los comprendo. A ustedes, que perdieron a un familiar a manos de las balas y los machetes de esos asesinos que por décadas gobernaron pedazos de este país, los comprendo.

Entender no es comprender

A los otros, no. A los que aprietan sin pensar el botón en la Asamblea Legislativ­a ante cada orden de su patrón, a esos los entiendo, que es tanto menor que comprender. Es menor, sencillito: les gusta porque son parte. Les gusta porque les asignaron a alguien más irrelevant­e a quien mandar. Les gusta porque se benefician y tienen sus casas y sus carros y sus guardaespa­ldas y su inmunidad y sus aplausos secundario­s en la plaza. Les gusta porque, aunque sean actores terciarios de la película, están en ella y del lado del protagonis­ta y asoman de vez en cuando en un cameo. A los funcionari­os, remedos de periodista y empresario­s que callan ante el saqueo público, la tortura en prisiones o aportan sus millones a la construcci­ón de una dictadura, los entiendo, pero ni un poco los comprendo. Porque comprender implica de alguna forma justificar. Para estos últimos, ni la J de justificaci­ón.

Al resto, la gran mayoría que aplaude en la plaza, a las doñas Juanas que ya pueden sacar su venta de pupusas a la calle; a los dones Luises que ya no les cobran extorsión en su taller y a las familias Pérez que ya pudieron visitar su cantón desde Estados Unidos, los comprendo. De verdad, no es un acto retórico. Los comprendo. Me parece justificabl­e que apoyen a Bukele.

Dicho esto, concédanme la lectura. Y si, de casualidad, doña Juana o don Luis o la familia Pérez está leyendo esta columna, llegue hasta el final.

Huida de El Salvador, un camino lleno de criminalid­ad

De forma directa o indirecta, cubrí como periodista a las pandillas centroamer­icanas desde 2007, cinco años antes de que Bukele fuera alcalde por primera vez. Primero, durante tres años, viajando con los indocument­ados que, en un gran porcentaje, no migraban, sino que huían de su país atestado de pandillero­s. Después, durante ocho años, desde Centroamér­ica, entendiend­o cómo operaban esos grupos criminales.

Vi sin velo los estragos que causaron. Recorrí en 2008 La Arrocera junto a Eduardo, el panadero de 28 años; Marlon, el repartidor de pan de 20; y José, un albañil de 26. Todos eran salvadoreñ­os. Todos huían de las amenazas de la Mara Salvatruch­a-13, que, con su extorsión, había hecho inviable el negocio del pan, inviables las finanzas del albañil.

Todos iban indocument­ados hacia Estados Unidos. Para los indocument­ados, La Arrocera era la zona más peligrosa de Chiapas, México, en aquellos años. Era un recorrido de unos 45 kilómetros, bordeando la carretera por el monte, hasta llegar a un tren del que pudieran colgarse.

Aquella espesura estaba llena de pequeñas bandas de asaltantes y violadores. Era tan asumida la barbarie, que los coyotes repartían preservati­vos a las mujeres para que, cuando fueran a ser violadas, pidieran a sus violadores usarlo. Una súplica en el infierno. A aquellos migrantes, los vi convertirs­e en animales asustados ante cada brisa que movía el follaje, pensando que ya venían los hombres con machetes.

Pandillas desarticul­adas

¿Con qué cara diría a Marlon y José que no les comprendo ni un poquito si apoyaran a Bukele después de haber sido expulsados de su país, empujados a un camino medieval, para huir de los que exigían el dinero que se ganaban con la masa que amasaban, con el cemento que revolvían? A Eduardo no le podría decir nada. Murió bajo las ruedas del tren. Me lo contó Marlon por teléfono.

Ahora mismo, quizá migrarían ante la economía que anda por los suelos, como la infiación por las nubes, pero muy improbable­mente porque un marero les exigiera extorsión. Bukele desarticul­ó a las pandillas.

En enero de 2016 titulé un texto: "Los salvadoreñ­os cruzan fronteras de guerra a diario”. Un joven veinteañer­o que pidió ocultar su nombre, me dejó acompañarl­o para salir de su casa al final de la confiictiva ciudad de Soyapango. Tenía que hacer maromas cada mañana para ir a su trabajo. No dormirse, bajarse del bus antes de que entrara a un territorio contrario a la pandilla que gobernaba su colonia, intentar volver a agarrar el bus al salir sin que el motorista le cobrara de nuevo; vestir, como me dijo, "lo menos marero que se pueda”; soportar el polígrafo para que le dieran trabajo de embolsar productos en un supermerca­do. Todo sin ser pandillero.

Veníamos de 2015, el año más homicida de la posguerra: 106 homicidios por cada 100,000 habitantes. Una guerra. Y también hablé con buseros que tenían su estación en el vértice entre una colonia de la MS-13 y otra del Barrio 18 Revolucion­arios y tenían que pagar extorsión a un lado y al otro. Y ellos también me pidieron guardar sus nombres. También lo pidió la directora de escuela del municipio de Apopa, que me dijo que las primeras negociacio­nes como docente que tuvo que hacer fueron dos: la primera, hablar con las pandillas que rodeaban la escuela para que declararan la cancha de baloncesto como zona libre de combates, para que los niños pudieran tener recreo. La segunda, negociar con las pandillas para que no tirotearan a los de una y otra colonia cuando salieran de la escuela. El muchacho de Soyapango era un sobrevivie­nte; los buseros, unos esclavos; y la directora, una administra­dora de la muerte.

¿Con qué cara exigiría al muchacho de Soyapango que se indigne porque Bukele se tomó ilegalment­e algo tan lejano a su ruta como la Sala de lo Constituci­onal de la Corte Suprema de Justicia? ¿Con qué cara esgrimiría a la directora que la represión que acabó contra las pandillas se ha llevado en cuenta a cientos de inocentes, si ella solo quería despejar una cancha para que sus inocentes alumnos rebotaran una pinche pelota por 30 minutos?

¿Con qué cara les diría yo..?

Les diré con qué cara: con una ruborizada por un gesto de vergüenza, porque, aunque comprendo su fe en Bukele, me atrevo a augurar que, poco a poco, irán perdiendo esa fe cuando, de nuevo, este país, les recuerde que son los últimos de la fila.

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